
Un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional se parece mucho a la de aquella situación en la que un paciente llega con una pierna totalmente gangrenada y el médico se ve obligado a extirpársela, para no comprometer órganos vitales que pongan en riesgo su vida.
Y es que así como en este ejemplo, no cabe que le echemos la culpa al médico que extirpa la pierna, sino al profesional que dejó avanzar la enfermedad y no recetó a tiempo una buena dosis de antibióticos para acabar con la infección.
En el plano económico no tiene la más mínima racionalidad echar la culpa al Fondo Monetario Internacional (FMI) de los ajustes que estamos obligados a hacer para revertir los desequilibrios económicos heredados, sino a las autoridades económicas que auspiciaron la gestación de unas finanzas publicas totalmente insostenibles, en el sentido de generar una suerte de presión de gastos muy por encima de los ingresos; así como a aquellas autoridades que habiendo identificado la enfermedad, no quisieron asumir los costos políticos del ajuste fiscal y que en otras circunstancias hubieran generado menores costos sociales.
Esta realidad que para los economistas suena hasta grotesco, es una vieja historia que se repite recurrentemente en Ecuador. En el periodo 1983-2003 nos vimos obligados a firmar 13 Cartas de Intención con el FMI, casi siempre después de un periodo de farra y excesos. Lo anecdótico es que con alguna excepción por allí, nunca hemos tomado en forma completa y adecuada la receta, y por eso mismo tenemos que volver cada cierto tiempo al FMI.
Solamente en el periodo 2000-2006 nos encaminamos por buen ritmo a la estabilidad macro como pre condición sine qua non del crecimiento económico de largo plazo, y parecía ciertamente que habíamos aprendido la lección que nos dejó la indisciplina fiscal y monetaria de los años noventa.
Sin embargo, a partir de 2007 las autoridades económicas parece que faltaron a clase y no aprendieron de todos los fundamentos macro que se aprenden en una buena escuela de economía, y optaron por la toda la indisciplina fiscal posible. Los efectos en esta oportunidad no han sido la inflación y la devaluación —gracias al dólar, que ha resultado ser la camisa de fuerza perfecta para controlar los excesos populistas— pero sí lo han sido el estrangulamiento económico, la iliquidez y una crisis fiscal sin precedentes.
La consecuencia de ello es que nuevamente tengamos que acudir al FMI, pero esta vez multiplicado nuestras necesidades por diez, y es que la revolución ciudadana nos vendió la idea de embarcarnos en un avión súper lujoso comprado con todos los ahorros previos incluidos los del Seguro Social, los sobre ingresos petroleros de la época, ventas anticipadas de petróleo y una acumulación brutal de nueva deuda, que tenía como destino, dizque, el primer mundo y sin escalas.
Como era de esperarse —por parte de cualquier economista medianamente formado y que tenga algún grado de sensatez— no llegamos ni a la cuarta parte del viaje, y ya nos quedamos sin combustible, siendo necesario realizar entonces un aterrizaje suave. Y en esto, el FMI puede ayudar mucho, por cuanto no solamente se tendría acceso a créditos mucho más blandos en tasas y plazos que los que tuviéramos opción sin un acuerdo, sino un aval para optar por otros tipos de financiamiento con otros multilaterales y la posibilidad de nuevas emisiones de bonos soberanos a mejores condiciones que faciliten y suavicen los ajustes fiscales que necesariamente tenemos que hacer, y que fueran mucho más drásticos sin un acuerdo con el FMI.
Para concluir, considero que nuestras viejas y perversas adicciones por los subsidios, el gasto corriente inflado y a un Estado grandilocuente y derrochador, deberían terminar no porque el FMI nos recomiende, sino por nuestra propia salud, y que cualquier receta amarga y fea que debamos tomar no es por culpa de este médico, sino de todos aquellos que manejaron la economía por más de una década de la manera más irresponsable e inepta posible.
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