
Cuenta la leyenda que el gobierno de la revolución ciudadana, acongojado por la falta de participación de la ciudadanía en las decisiones políticas, decidió dotar a la sociedad ecuatoriana de un mecanismo inédito para permitir su plena anexión en la construcción del beatífico paraíso del socialismo del Siglo XXI. De ese modo se sacó del camino, de un plumazo, a la odiada partidocracia, representada por el Congreso Nacional, y se hicieron los trámites necesarios para que un ejército de inmaculados asambleístas nacionales hablen en nombre de las masas sedientas de la utopía revolucionaria.
Sin embargo, esta deliciosa sinfonía de júbilo democrático demostró tener algunas notas desafinadas: la Asamblea se dedicó a legislar varias normativas dictadas por el ejecutivo "hasta mientras" esté listo el texto; los afables colectivos sociales que se dirigieron a Montecristi a dialogar alegremente con los novísimos padres de la patria fueron cuidosamente escogidos por la organización política correista (léase el informa de la Unidad de Participación Social -2008- de la misma Asamblea, el cual dice sin tapujos que se priorizaron las organizaciones aliadas, para el diálogo); la Asamblea no tenía permiso para usar sus plenos poderes, como quedó claro cuando quiso intervenir en la desmesurada violencia que el gobierno derramaba sobre Dayuma, recibiendo un berrinche de dimensiones épicas por parte del mandatario. La poca autonomía que tenía la Asamblea de Montecristi quedó demostrada en varias, y poco disimuladas ocasiones, como por ejemplo cuando el gobierno ordenó a una comisión ministerial, (o sea al mismo Ejecutivo) discutir el tema de la plurinacionalidad, cuando las organizaciones indígenas lo demandaron.
Pero ¿para que voy a redundar? Todos quienes hemos invertido más de una hora investigando el "caso Montecristi" sabemos que aquel proceso no fue más que una costosísima, lamentable, y cursi puesta en escena, cuyo único objetivo era institucionalizar la agenda política del señor presidente.
Es verdad que algunos detalles se les escaparon, pero para eso estuvieron las simpáticas adecuaciones en el texto constitucional generadas en el 2011 (mire usted la sumisión de la Función Judicial no se llegó a concretar y se tuvo que recurrir a un pequeño ajuste de emergencia). Por si esto fuera poco, ya se viene la segunda tanda de cambios en nuestra atormentada Carta Magna.
En todo caso, debo felicitar la honestidad de Rafael Correa. Él mismo confiesa, sin ningún empacho y sin el más mínimo rubor en su rostro, la ausencia estruendosa de independencia que tuvo el sainete de Montecristi con respecto a su inescrutable voluntad. “Cómo me arrepiento haber cedido”, afirmó hace unos días el mandatario, con referencia a la inclusión del derecho a la resistencia en la Constitución, dando a entender, una vez más, que la última palabra en los dramatúrgicos "debates" del pleno constituyente no eran más que un pintoresco ballet con actores desalineados pero muy bien pagados.
Tan interiorizada tenemos la sumisión de todas las instituciones políticas a la figura presidencial que el arrepentimiento del presidente con respecto al derecho de los ciudadanos a la legítima resistencia, es lo que más se ha visibilizado en los medios, y prácticamente nadie ha reparado en las consecuencias de estas declaraciones, es decir, la confesión del mismo Correa, que era él quien definía y aprobaba cada detalle del texto constitucional.
Por supuesto esto ya lo sabíamos, pero no está demás, aunque sea como un ejercicio de apreciación estética frente a un sonoro canto al cinismo, oírlo de su propia boca.
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