
El nuevo alcalde de Quito, Jorge Yunda, ha enfatizado su interés por hacer de esta ciudad un espacio amigable para los animales. Es un propósito loable, que debería extenderse a las personas.
Podría empezar por el Centro Histórico, patrimonio cultural de la humanidad. Ahí, los amigos de los animales suelen —muy temprano en la mañana o al comenzar la noche— sacar a los perros que mantienen encerrados en sus apartamentos a que estiren un poco las piernas (ya no se dice patas) y aligeren el vientre. Es estimulante escuchar los ladridos jubilosos de los perros liberados, que aprovechan su media hora de paseo para pelearse entre ellos y asustar a los transeúntes desprevenidos.
Mientras se ponen en forma, sin embargo, dejan los postes y paredes húmedos de orina y las aceras cubiertas de excrementos. Sus dueños —no sé si es correcta la palabra— olvidan siempre recoger los desechos que dejan sus mascotas —tampoco sé si esta palabra es la adecuada— y reaccionan de muy mala manera si algún vecino les llama la atención por su descuido. He oído a alguno de los amigos de los animales llamar “inhumano” al reclamón.
Si el alcalde Yunda, algún rato que tenga libre, decide salir de paseo por el Centro, sería bueno que visitara la intersección de las calles Manabí y Benalcázar. Le aconsejo ir a las seis de la mañana, cuando el aire es puro. Notará, quizá, al hacer una inhalación profunda, un cierto olor a amoníaco. Puesto que en el sector no hay pescaderías, sino un dispensario del IESS convertido en bodega, se preguntará de dónde llega el olor. Verá para un lado, verá para otro y, guiado por su olfato, llegará a la fuente: las paredes y la acera que bordea el dispensario. Si quiere tener una evidencia más fuerte, debe acudir a las once u once y media de una mañana de verano. Para apreciar mejor el efecto, podría situarse en la vereda de enfrente, donde se encuentra una casa patrimonial restaurada, en cuya fachada, hace algunos meses, había un letrero que decía —palabras más, palabras menos—: “Aquí funcionará la Embajada de Palestina. Costo: 800.000 dólares. Otra obra de la Revolución Ciudadana”.
Sus dueños —no sé si es correcta la palabra— olvidan siempre recoger los desechos que dejan sus mascotas —tampoco sé si esta palabra es la adecuada— y reaccionan de muy mala manera si algún vecino les llama la atención por su descuido.
Siguiendo su paseo por el Centro, comenzará a sentirse ansioso, a causa del ruido generado por los parlantes y altavoces de los negocios de la zona, farmacias incluidas. Estos, más las bocinas furiosas de los autos y las voces de los cantantes, ubicados a cinco metros los unos de los otros, le mostrarán que la promiscuidad es, también, una realidad sonora. Aturdido, es posible que pierda el sentido de orientación y termine resbalando en alguno de los soberbios gargajos que los quiteños —más que las quiteñas—, siempre preocupados por su limpieza interna, arrojan en las aceras.
Si sus guardaespaldas consiguen protegerle de la caída y quiere seguir caminando y consigue avanzar conteniendo la respiración, para no caer envenenado por los gases que emiten los autos descompuestos, tendrá ocasión de asistir a alguno de los actos de “Quitunes”. Le aconsejo que, por ningún motivo, exhiba su celular, sobre todo, si está viajando en un auto con la ventana abierta, a no ser a la hora de almuerzo, cuando las personas que ejercen el oficio del “arranche” hacen una parada estratégica.
Por suerte, tenemos iglesias góticas y barrocas y, si el alcalde se dedica a su contemplación, elevará su espíritu a los cielos y, de este modo, no advertirá la presencia de las tarrinas de comida, los condones usados, las botellas de cerveza, las envolturas de caramelos, los palos de helado y sorbetes que, arrastrados por el viento, se arremolinen a sus pies.
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