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19 de Noviembre del 2019
Ideas
Lectura: 15 minutos
19 de Noviembre del 2019
Wladimir Sierra

Sociólogo y catedrático universitario

Racismo de cachetes colorados y pelo castaño
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Uno de los fenómenos más sorprendente que se evidenció en los últimos acontecimientos que sacudieron al país en el mes de octubre de este año, fue una trasnochada pero vigorosa explosión de racismo dirigido hacia los pueblos y nacionalidades indígenas.

“No vuelvo a la universidad hasta que la desinfecten”
Mestizo, estudiante universitario.

“Aquí todavía apesta a indio”
Empresario, al llegar a la universidad.

En Imágenes de la blanquitud (2010), Bolívar Echeverría distingue dos tipos de comportamientos racistas: uno, que es característico de la modernidad capitalista que él llama blanquitud civilizatoria y otro, que es propio del proyecto nacional-socialista germano que Bolívar lo denomina blancura étnica. Según Echeverría, la blanquitud es una forma de discriminación social apuntalada en la sobre-valoración de cierta ética capitalista: la realista. En ella, las personas son susceptibles de discriminación por no acoger y representar algunas costumbres, modos de actuar, hábitos, acordes con la afirmación y reproducción del capitalismo, es decir, del valor valorizándose. Mientras que la blancura es la discriminación ideológica de personas por sus rasgos étnicos e incluso puramente biológicos, discriminación que se da en condiciones excepcionales de reproducción del poder. Esta última, es propia de sociedades arcaizantes, de sociedades con fuertes rezagos pre-modernos e incapaces de un desarrollo creciente del hecho capitalista soportado en su despliegue económico.

Uno de los fenómenos más sorprendente que se evidenció en los últimos acontecimientos que sacudieron al país en el mes de octubre de este año, fue una trasnochada pero vigorosa explosión de racismo dirigido hacia los pueblos y nacionalidades indígenas[1]. Trasnochado porque había que esperar que con tanta agua corrida desde el célebre levantamiento indígena de los noventa, las formas y maneras de discriminación étnico-racial hubiesen “evolucionado” de algún modo para devenir menos toscas y más sutiles. Mucho más vinculadas a esa idea de blanquitud echeverríana. Vigoroso porque la intensidad y el calibre lo las epítetos lanzados fue de tal magnitud que pusieron en serias dificultades toda capacidad socio-comprensiva de nuestra sociedad si la ubicamos en parámetros contemporáneos.

Recordemos que la protesta fue animada por motivos socio-económicos (supresión de los subsidios a los combustibles entre otras medidas), pero que, sin embargo, las pseudo-críticas que se elevaron sobre las demandas del movimiento indígena, desde la perspectiva de este análisis, no se centraron en cuestionar su posición respecto a esas medidas económicas, sino que se direccionaron a recriminar y a maldecir su condición existencial, es decir,  su existir sin más, su pertenencia a una racialidad, si es que no a una raza, a una sub-especie biológica.

Luego de varios días de absoluta estupefacción frente a ese desaforado despliegue de ultrajes, es necesario tratar de desentrañar las causas y sentidos de semejante arremetida verbal e incluso material. Se hubiese podido desconocer, por equívoca, la posición de los indígenas respecto a las medidas anunciadas por el gobierno de Lenin Moreno; incluso hubiesen podido criticar las maneras de llevar adelante la protesta y, quizá, muchas otras cosas más vinculadas a las movilizaciones de octubre, pero es absolutamente incomprensible que todas las perlas verbales arrojadas en desorden y a borbotones, se hayan reducido, casi en su totalidad, a una descalificación generalizante de los pueblos y nacionalidades por su pertenencia a una supuesta condición racial, por una curiosa malinterpretación de una etnicidad reducida groseramente a matrices biológicas.

Es absolutamente incomprensible que todas las perlas verbales arrojadas en desorden y a borbotones, se hayan reducido, casi en su totalidad, a una descalificación generalizante de los pueblos y nacionalidades por su pertenencia a una supuesta condición racial

El purulento racismo desbordado sin control ni medida en las redes sociales, no tiene nada que ver con la blanquitud civilizatoria propuesta por Echeverría. Pues, no se cuestiona a los indígenas distinguiéndoles por sus rasgos poco modernos, por sus actitudes anticapitalistas, sino por el simple facto de pertenecer a una oprobiosa raza. Y cuando, sus detractores, fueron generosos en sus críticas atinaron a vincular ese oprobio a la costumbre de llevar plumas y ponchos. Pero, ese tipo de racismo, tampoco es explicable desde la blancura racial pensada por el filósofo riobambeño, pues, la existencia de un otro racialmente distinto no es la característica singular de las variopintas etnicidades ecuatorianas, es decir, no se apoyó en un discurso condenatorio de una racialidad inferior. No se la pensó desde un yo propio que demanda para sí un territorio unido indisolublemente con su cultura, esto es, no desde la sacralidad de una patria con esencialidad y trascendencia. Pues tal cosa, aunque nos incomode, no existe en este lado del mundo.

Quizá en los trabajos de Frantz Fanon (2009) y de Achille Mbembe (2018) se pueden encontrar algunas razones distintas que nos posibiliten echar ciertas luces sobre lo ocurrido en nuestro país. Fanon apunta, refiriéndose, por supuesto, a las Antillas, que “… para el negro no hay más que un destino. Y es [ser] blanco.” (44) Pues, “entre el negro y el blanco se traza la línea de mutación. Se es blanco como se es rico, como se es bello, como se es inteligente.” (71) El racismo propio de la singular colonización antillana, que es el reconstruido por Fanon, se basó, entre otras cosas, en la transformación de los colonizados, no solo en étnicamente inferiores, sino en humanamente incompletos. De ahí la desesperación, según el estudio de Fanon, de los negros antillanos por dejar de pertenecer a ese estrato de infrahumanidad. Esa búsqueda exasperada e inútil por volverse blancos, por trasmutar su etnicidad devenida en pura racialidad biológica. 

Mbembe, por su lado, y refiriéndose a un acontecer algo similar ocurrido en África afirma: “El proceso de transformación de la gente de origen africano en «negros», es decir, en cuerpos de extracción y en sujetos de raza, obedece, en muchos sentidos, a una triple lógica de osificación, envenenamiento y calcificación. El negro no sólo es el prototipo del sujeto envenenado y carbonizado. El negro es aquél cuya vida está hecha de restos calcinados”.  (84) Aquí también, los intereses coloniales transformaron a los pueblos africanos en material terráqueo, en mineral, en recurso físico para ser explotados. En las dos experiencias, la tipificación racial por fuera de lo humano tenía como interés principal la transformación de estos seres en material para ser instrumentalizado, en recurso para su utilización.

Hay algo general en estos cuatro modos de fundamentar el racismo, es decir, la trasformación de ciertas culturas en algo degradado, inferior, incompleto, degenerado, etc., y es la necesidad de su instrumentalización ideológica. El racismo sirvió y sirve aún para poder legitimar y disponer de recursos baratos para la producción de riqueza. Empero, lo ocurrido en el país en estos 11 días rebasa esa explicación, se mueve por fuera de ese sentido profundamente pragmático. Hay un excedente que no puede ser comprendido desde ahí y por eso provoca estupefacción. No se trata de denigrar a todo aquello que sus detractores entienden por “indio”, para justificar una serie de abusos ya incorporados en la reproducción social y cultural de nuestra sociedad, ni tampoco para relativizar la extrema violencia con que se actuó frente a ellos. Se trata de esa desproporción, de ese exceso, de esa hybris, que va más allá de la necesidad ideológica de todo racismo. Se trata de un conflicto existencial, ontológico, que se abrió con la conquista de estas tierras y que no termina de cerrarse.

Quizá se puede resumir el chorro de descalificaciones raciales emitidas a raudales por las redes sociales, en esos 11 días, desde las sutiles hasta las más execrables, formuladas contra los indígenas en un imperativo existencial direccionado a condenarlos por ser una suerte de aberración ontológica. No únicamente su existencia está llena, rebosada, de imperfecciones, de deformaciones, de malformaciones de todo tipo, sino que su simple existir, su simple estar en el mundo es una aberración, es un error, más que social, biológico.

El racismo sirvió y sirve aún  para poder legitimar y  disponer de recursos baratos para la producción de riqueza. Empero, lo ocurrido en el país en estos 11 días rebasa esa explicación

¿A qué se debe semejante posicionamiento? ¿Cómo entender esa toma de posición con seres tan cercanos a esos otros habitantes de este país?... La razón, como ya lo señalamos, no está únicamente en la necesidad de instrumentalizarlos con algún propósito material y/o ideológico, sino en exorcizarnos, en arrancarnos desde la profundidad de nuestra historia social, aquello que por siempre hemos aborrecido, pero que sin embargo nos ha acompañado insistentemente. Es una urgencia existencial nuestra, pues, ya no los necesitamos ahí adentro, más bien nunca los necesitamos en el interior, siempre nos fueron útiles, cuando tenían que serlo, desde su utilidad exterior, desde su animalidad productiva, pero nunca como parte constitutiva de nuestro ser más interno.

Los niveles de violencia ventilados en esos 11 días de octubre son de tal virulencia, como es el desprecio que sentimos por aquello que nos atraviesa como fundamento. Llega a ser de tal fuerza esa incomodidad, ese malestar, esa nausea interna, porque al tratar de extirparlo nos queda claro que ya desde hace tiempo lo ha contaminado todo: nuestro ser material, nuestro ser social, nuestro ser cultural. Aquello no quiere y no puede salir ya que con ello se desgarra, se arranca desde el fondo y para siempre todo lo que somos, todo lo que nos articula. Si lo lográramos hacer, si pudiésemos extirparlo de raíz, solo nos quedaría el cascarón vacío de nuestra inconformidad, de nuestro permanente negarnos a finalmente ser. Nos quedarían una serie de retazos desarticulados, mórbidos, provenientes de otros lugares. Retazos inconexos, sin sentido, desprendidos de sus matrices, flotando sin poder asirse definitivamente de ese único piso que les subyace: las culturas indígenas andinas.

En esos 11 días, al verlos expuestos frente a nosotros, de repente, de pronto, en tal magnitud, por miles, en nuestros lugares, ahí como exterioridad, como presencia real, como sujetos actuantes, se nos manifiestan como actualidad, como siendo, como proyectándose. Ya no solo como paisaje, como ornamento folclórico de postal. Pero sobre todo se nos revelan desde adentro, conformándonos desde siempre. Su apropiación de la ciudad, de sus calles y plazas, evidencia que todas ellas, que toda nuestra urbanidad también está habitada desde siempre por ellos, por sus mundos. Intuimos que incluso ella, la ciudad franciscana, no les puede extirpar porque ella misma se constituyó con ellos, por ellos, desde ellos.

Ese odio intestino, ese racismo fulminante, no es propiamente contra los pueblos y nacionalidades, sino contra su atrevimiento por haber despertado en nosotros aquello que ya creíamos extinto para siempre, aquello que suponíamos existía solo como remanente arcaico en lo más alto del páramo y en los resquicios más profundos del bosque tropical, a donde en realidad pertenecen. Lo dijo un ex alcalde y parece que también la ahora presidenta de Bolivia. Pero no, no se habían quedado ahí para extinguirse de a poco, sino que habían despertado en el lugar más terrible y el menos esperado por nosotros: en nuestro interior. Por eso necesitábamos esa terrible y proteica catarsis, esa que nos permitiera volver a esconder aquello que se nos comenzó a derramar por los poros. Necesitábamos recuperar nuestra postiza mesticidad, aquel discurso falso y engañoso que nos había servido como coraza para no vernos, para disimular y maquilar, como se pudiera, a ese ser viscoso y repugnantedébil, feo, cerdoso, moreno, del que nos advirtiera Icaza. Capas tras capas de mestizaje construidas durante tanto tiempo tendrían que haber servido para que nunca más lo abyecto saliera así con tanta evidencia. Años convertidos en siglos de auto-engaño, de taponar y limpiar esa purulencia para que nunca más emergiera y no sirvió de nada. Esa es la dimensión y el exceso de nuestro odio racial, de nuestro auto-desprecio.

Ahora, cuando ya creemos haberlos expulsado nuevamente, respiramos y hemos vuelto a estar tranquilos. El horror se ha absorbido otra vez hacia adentro, hacia lo más profundo… por lo menos por algún tiempo, con seguridad muy corto, hasta que nuevamente esos turbulentos ríos profundos se agiten en esa ciclicidad eterna de auto-desprecio, de auto-negación. Hasta que renazca nuevamente nuestra perversidad inaudita por silenciar definitivamente a Mama Domitila, a la india Nati.

Bibliografía.

Echeverría. B. (2010). Modernidad y blanquitud. México: Era.
Fanon. F. (2009). Piel negra, máscaras blancas. Madrid: Akal. 
Icaza. J. (1961). Obras escogidas, México: Aguilar.
Mbembe. A. (2018) Kritik der schwarzen Vernunft. Frankfurt am Main: Suhrkamp Verlag.


[1]También hubo excesos xenófobos en contra de ciudadanos venezolanos y colombianos, que, sin embargo, responden a otras razones. Razones explicables desde intereses abiertamente políticos. A los primeros se los discriminó por pertenecer supuestamente a una avanzada militar bolivariana con intenciones golpistas; a los segundos por haber introducido, según sus denunciantes, tácticas guerrilleras y terroristas en las protestas de octubre.

 

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