
Abogada con experiencia en políticas públicas y sociales, cofundadora y directora general de Fundación IR, "Iniciativas para la Reinserción"
Invitamos a Sandra a participar con su testimonio en un cine foro organizado a finales del 19 por «IR», Iniciativas para la Reinserción. Al reunirnos a ultimar detalles, nos contó que estaba huida de la [in]justicia. En medio de su prelibertad —etapa final de la condena en que el penado está fuera, pero sujeto a medidas administrativas— se vio envuelta en un [otro] delito, mientras hacía trámites para «clientes internos»:
«—Hui, yo no podía volver a la cárcel, menos cumplir otra pena. Mi suegra estaba detenida, ¿quién cuidaría de mis hijos? Al menos tendría que esperar a que ella saliera, para volver a entrar yo y no dejarles desamparados.»
Huir para hacer lo correcto.
Al ponderar el derecho del Estado a encerrarla-anularla por un año más, con su derecho a ejercer un rol vital en la sociedad —amamantar, sostener, contener a sus hijos [papel que además encanta al machismo]—, hay una desnaturalización de la justicia que abruma.
El Estado actúa en nuestro nombre y representación; juzga, sentencia y castiga en nuestro lugar. A la postre, usted y yo, compás en mano, nos resistimos a romper los círculos de violencia estructural en que sobreviven cientos de mujeres: Sandra es dos mil trescientas otras.
Cometió un delito relacionado con drogas, pagó más del 60% de su condena, salió gracias a un «beneficio penitenciario» —¡¿de cuándo acá el lenguaje puede tergiversar un derecho?!—, sin poder conseguir trabajo —¡¿a quién se le ocurriría que merecía otra oportunidad?!— no pudo aspirar sino a cometer otro acto delictivo, otro seguramente tráfico menor de sustancias prohibidas o robo.
Huía Sandra e inspiraba mi huida.
Esto, a propósito del Día Internacional de la Mujer, conmemorado oficialmente por cuadragésima sexta vez, y del primer aniversario de la Declaración de Pandemia Mundial por Covid, en que me he confesado a mí misma que llevo apenas y algo más de 365 días ejerciendo de feminista, ejerciendo de Sandra.
Así se esconde una mujer, así da guerra, atrincherada en sus hijos y en su pobreza, condenada a perpetuidad, invisibilizada en la crueldad del sistema...
Distintas circunstancias se enredaron para que pudiera asumir el rol —que aún me queda grande—. Desempleada, saciada de la función pública que se había convertido en una suerte de karma, embargada por la pesadez de no calzar en el imaginario colectivo como la excelsa abogada, magíster, becaria, directora, asesora…, divorciada, en medio de una emergencia global, con un hijo y una «fundación para presos» a cuestas, encarnaba todo lo que «no debía».
Fue entonces cuando volví a pensar en ella.
¿Qué habría pasado si el sistema de rehabilitación social y el empresariado tendían puentes para que Sandra y todas estas mujeres a las que nadie nunca conmemora-conmemoro yo hoy, estén insertas en programas de formación y ocupación que garanticen su inserción laboral una vez fuera?; ¿cuánto nos cuesta la delincuencia, sostener una estructura inhumana que sólo tiene bocacalles?; ¿cuántos recursos ahorraríamos si se crearan plazas laborales ad hoc con la igualdad, la dignidad, la capacidad de «reciprocar» con el otro?
Repensaba mi pandemia y la contacté.
Cree que tuvo coronavirus, estuvo en cama sintiendo ahogos, con fiebre, sus hijos también deben haberse contagiado. No pudieron —no tuvieron dinero para— hacerse pruebas diagnósticas —si acaso el solo diagnóstico curara—:
«Chuta, me cogió la policía. Casi me puse a llorar. No tenía ya para comida y mi hermana me dijo que baje a dejarles a mis hijos para que ellos coman. Me fui sin mascarilla y me confié. Bajé unas veinte cuadras y me detuvieron; me preguntaron mis nombres y regresé a ver al cielo y a mis dos hijos, como si me estuviera despidiendo. …Y me dejaron ir. Dando gracias a Dios, estoy bien, tranquila, en mi casa, con salud y vida para seguir luchando, para seguir escondida de las leyes de este país y de este virus.»
Así se esconde una mujer, así da guerra, atrincherada en sus hijos y en su pobreza, condenada a perpetuidad, invisibilizada en la crueldad de un sistema que criminaliza a los que no pueden huir a Miami.
Por supuesto, si se lo preguntaban, Sandra no participó del cine foro. Jamás la habríamos expuesto…
Reciproquemos: que corresponder sea lo que condicione nuestras sucesivas reencarnaciones, nuestra única maldición.
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