
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
Los investigadores que estudiaron la primera, la segunda y la tercera olas de democratización en Latinoamérica, a partir de 1970-1980, estaban muy claros sobre cómo cada transición del autoritarismo a la democracia es único. Responde a circunstancias específicas, a intereses diversos, al peso de quienes representan estos intereses, a las demandas de la sociedad, a su nivel de ciudadanización y a múltiples imprevistos y sorpresas. No se desarrollan conforme a lo que debería ser, tampoco según los anhelos y expectativas de los protagonistas, sino a la realidad, a cómo se produce el enfrentamiento: sí, enfrentamiento, entre lo que ellos llamaban las palomas y los halcones. Es decir entre quienes están más predispuestos y abiertos al cambio y los que son más reacios y contrarios a este.
Los primeros, ni siquiera son siempre quienes simpatizan más con la democracia, y la valoran. Quizá son los más pragmáticos, o tal vez los que advierten que el antiguo régimen no puede mantenerse. Estos, entonces, son los que cambiarán sus estrategias, cederán, propondrán alternativas, podrán ser convencidos. Será posible negociar con ellos. Los segundos se mantendrán irreductibles y serán los mayores opositores. Tampoco solamente porque detesten a la democracia. A lo mejor es porque controlan factores de poder significativos y se dan cuenta de su fuerza. Esto no quiere decir que permanecerán inconmovibles o estáticos, sino que requerirán de mayores incentivos para modificar sus posiciones o encarar el riesgo de perder mucho más de lo que están dispuestos a aceptar. Por cierto, las palomas y los halcones serían tipos ideales, en modo alguno dicotomías unitarias, sino particiones fragmentadas, constituidas por infinidad de subgrupos, entre ellas los blandos y los duros, los moderados y los radicales. En todos los casos, son situaciones dinámicas: estratégicas, oportunistas y hasta guiadas por valores democráticos. Esta condición confiere a cada transición una identidad particular. Inclusive podría darse el caso de que quienes las promovieron comenzaran a desaprobarlas. Y viceversa.
A la luz de estas asunciones, es factible comprender las particularidades, avances, complejidad y retrocesos de la transición que emprendió el Ecuador desde el 24 de mayo de 2017, al concluir el período de un gobierno con legitimidad democrática en su origen, mas no en su desempeño, por sus prácticas arbitrarias, autoritarias e irrespetuosas de la normatividad vigente. Un proceso que ha marchado al son de la ambigüedad y de la opacidad, y de la entrega oficial de revelaciones intuidas o conocidas parcialmente en muchos casos, pero ignoradas o no admitidas en otros.
Si revisamos el recorrido de las promesas y de las primeras decisiones anunciadas en aquella última semana de mayo y las comparamos con las afirmaciones y las realizaciones alcanzadas hasta este enero de 2019 podemos advertir que el camino transitado es inmenso y que estuvo plagado de obstáculos. No obstante, claro que no nos satisface. Ni siquiera un poco a muchos. De ello dan cuenta los porcentajes de desconfianza en el gobierno y en el presidente Moreno. Por ello la frustración y la impaciencia que asomaron su rostro con fuerza en este inicio de año.
Por supuesto que muchos creemos que pudo desarrollarse de mejor manera, con resultados superiores. Pero siempre nos quedará la duda de si ello pudo ser viable. Quién sabe. El caso es que nos encontramos frente a una serie de hechos y de disposiciones que resultaban impensables hace apenas un año; incluso hace seis meses.
Las transformaciones dan cuenta de cuánto han cambiado ciertos aspectos de la realidad. Lo cual aparece como un nuevo desafío para el gobierno. Por ello la convocatoria de sus titulares a mantener la paciencia y a conservar la calma en este momento es insuficiente para los ecuatorianos. Recuperar la confianza le impone al gobierno la entrega de resultados más tangibles, mayor transparencia, una comunicación más fluida con los ciudadanos y con los actores sociales. Pero de esto a sumarse a las voces que demandan un cambio de gobierno: la muerte cruzada, hay una enorme distancia. Que haya quienes clamen aquello solo revela que no comprenden la realidad o que están recuperando su talante correísta, del que se despojaron temporalmente, cuando las encuestas daban un alto apoyo al presidente Moreno. Incluso cabe preguntarse si perdieron la brújula.
Si es que efectivamente estos pedidos tuvieran un eco social ello sí sería preocupante, pues indicaría que la mayoría de ecuatorianos nos apegamos poco a la democracia y que no la comprendemos.
Para salir de dudas habrá que ver qué acontece en las elecciones seccionales de marzo. Los resultados que muestren nos indicarán ciertos aspectos del avance de la transición, y nos revelarán el estado del apoyo al correísmo en Ecuador, además. Porque la conversión del autoritarismo del correato, a la democracia no es algo que podamos resolver en dos años. Menos aún en circunstancias de crisis económica, de empobrecimiento social y de cargar, todavía, no solo con las taras del correísmo sino con aquellos lastres que han acompañado las prácticas políticas por decenios, y que no solo son patrimonio de los políticos, sino también de los ciudadanos.
Lo que suceda en Ecuador dependerá no solo de la posición del gobierno y de los actores políticos. En gran parte será consecuencia de lo que resuelva cada ecuatoriano. Y de que la coexistencia de las posturas autoritarias con las democráticas mantenga un dinamismo a favor de las segundas, es decir que el proceso tienda a debilitar el despotismo y a fortalecer la democracia. Si llegara a darse un estancamiento, la putrefacción podría volverse hegemónica, se lesionarían las actitudes renovadoras y el Ecuador se vería motivado a mantenerse inmovilizado en el pasado.
[PANAL DE IDEAS]
[RELA CIONA DAS]
NUBE DE ETIQUETAS
[CO MEN TA RIOS]
[LEA TAM BIÉN]




[MÁS LEÍ DAS]


