
Es probable que nunca coincidan las lecturas que realiza el poder con las producidas por los actores sociales involucrados en las protestas sociales. La crisis no es unívoca, como entendería cierto poder. Por el contrario, es eminentemente polisémica puesto que tiene que ver con posiciones ideológicas, sociales, lingüísticas e imagógicas sobre lo que es el país, la política pública, los sentidos de la libertad exigida y también de los sometimientos impuestos por las posiciones políticas, sociales y económicas oficiales.
Supuestamente, el gobierno estaría convencido de que aún es posible establecer políticas sostenidas en los megarelatos que ya fracasaron en otros tiempos. Por supuesto, pese a las claras contradicciones entre el discurso y la práctica, el mismo se ha convertido en una suerte de imperativo categórico al que deben someterse todos por igual. De hecho, este megarelato se ha organizado de tal manera que al país jurídico, político y económico solo le correspondería adecuarse al mismo. No importarían mucho las posibles contradicciones entre las imágenes de la realidad social y las ideas oficiales perennemente sobrevaloradas. Buena parte del poder se sostiene en su convicción de que todo lo que de él proviene es sabio y bueno.
Sin embargo, ¿se tratará realmente de una propuesta ideológica? ¿No se habrá convertido a la ideología y su aplicación en caballo de Troya para otros intereses eminentemente fácticos y de carácter personalista? Constituye un fenómeno interesante la “conversión” automática al modelo ideológico que se produjo en personas que ya habían recorrido otros andariveles absolutamente opuestos y que ahora fungen de apóstoles de la nueva fe. También el milagro de quienes, no sabiendo nada de nada, de pronto aparecen como iluminados corifeos de la nueva fe como si hubiesen sido beatíficos beneficiarios de alguna infusión de sabiduría única.
Al inicio, apareció en la boca de Chávez el término: socialismo del siglo XXI que serviría de referente y de organizador político y social, discursivo e incluso ético del gobierno de Ecuador. Con el término se pretendió construir un nuevo megarelato llamado a sustituir al comunismo y socialismo del siglo XX cuyo fracaso fuera absolutamente estruendoso en la Europa Oriental y del que ya nadie quería saber nada. No es dable olvidar que aquella ideología se sostuvo en la adoración a la personalidad: Leningrado, Stalingrado. ¿No sería el socialismo del siglo XXI otra cosa que un perverso anacronismo llamado a justificar el personalismo y la toma omnímoda del poder? En la actualidad, ya nadie lo menciona abiertamente. ¿Habrá muerto? Quizás a la inmensa mayoría lo que menos le interesa es la ideología: le basta el poder.
Las verdaderas intenciones deberían aparecer disimuladas en una sonora fraseología que no deje entrever ni el ansia de posesión del poder en sí mismo ni la violencia que conlleva todo proceso acaparador de las libertades subjetivas y grupales. Debía aparecer el espíritu sotérico, ese que no cesa de hablar de la salvación de los pobres, de los humildes, de esa inmensa población latinoamericana que, suponen, se hallan a la espera del redentor.
Se produjo, pues, el intento de reinjertar en América algunos de los megarelatos del siglo pasado y que formaron parte de los tantos horrores que padeció el siglo XX. Un auténtico retroceso a un mundo teórico, social y políticamente superado. Mientras Lyotard nos dijo hace rato que se había inaugurado la postmodernidad, el socialismo del siglo XXI viene a anunciarnos que ha llegado el momento de dejar de mirar hacia el porvenir. Que es la hora de abandonar las propuestas de la postmodernidad para regresar al pasado ominoso del sometimiento al poder absoluto de los redentores. ¿Nuevamente la guerra santa a lo personal, a la creatividad, a las subjetividades para que su lugar sea ocupado íntegramente por el Estado?
Desconocimiento de que la postmodernidad es, “la emancipación de la razón y de la libertad de la influencia ejercida por los grandes relatos los cuales, siendo totalitarios, resultan nocivos para el ser humano porque buscaban una homogeneización que elimina toda diversidad y pluralidad”.
El mundo no es homogéneo ni se halla construido por sujetos idénticos que viven, piensan, creen lo mismo y mueren en una suerte de anonimato social y político. “Por eso la posmodernidad se presenta como una reivindicación de lo individual y local frente a lo universal. La fragmentación, la babelización no es ya considerada como un mal sino como un estado positivo porque permite la liberación del individuo (…) que puede vivir libremente despojado de las ilusiones de las utopías centígradas en la lucha por un futuro utópico, pueden vivir libremente y gozar del presente siguiendo sus inclinaciones y sus gustos”.
El socialismo del siglo XXI aparece como una perversa anacronía discursiva inventada por el apetito de poder, exactamente como fue el socialismo de la URSS y de otros lares cercanos de “cuyo nombre me he olvidado”. Lo que allí se evidencia no es otra cosa que una obvia voluntad de dominio vestida con construcciones racionalistas y ciertos preceptos éticos que no sirven sino de bastidores tras los que se ocultan la realización de la voluntad de poder y el afán de dominio.
La postmodernidad, con su referencia necesaria a las subjetividades, resulta ser la enemiga número uno de este proyecto personalista. Algunos presidentes de estas latitudes, como no podría ser de otra manera, pretenden eternizarse en el poder en contra de toda lógica democrática y, sin embargo, amparándose supuestamente en la misma democracia reducida exclusivamente al acto electoral igualmente controlado. Por ello, la eternización buscada es un derivado lógico del proyecto político personalista y al que se lo disfraza de democracia pretendiendo que con la etiqueta de siglo XXI los socialismos sean otros.
El socialismo del siglo XXI, como aquel del siglo XX, acapara la sumatoria de los poderes y los ubica en una sola persona. En su entorno circulan constituciones, justicia y congresos. El bien y el mal. Las superintendencias, las fiscalías y todo el sistema judicial y electoral. Líderes elegidos por sí mismos para salvar a los pueblos de todos los males e incluso de aquellos que vendrán en algún futuro, pero no inmediato sino lejano, cuando ellos ya no estén sino en forma de monumentos, (Stalingrado, Leningrado).
El socialismo así aplicado se transforma en un sistema perverso de culto a la persona peor que el de los enciclopedistas de las revolución francesa que terminaron siendo más crueles que aquellos a los que ideológicamente combatieron y realmente colocaron bajo la guillotina. El socialismo ideológico se halla a mil años luz de aquel que se utiliza para convertirlo en poder y en fuente de privilegios.
Por ende, la reelección indefinida implica la última puñalada a la democracia y surge de la previa perversión de los sistemas de control político, del poder legislativo, del sistema electoral y de un maravilloso conjunto de sofismas que los poderes legislativo y de control repiten a porrillo como nuevo dogma de fe. Entonces, por arte de magia, la democracia se define como el sistema de control absoluto de todos los órdenes del Estado y como el sistema de las reelecciones indefinidas que solo terminan con la muerte del feliz beneficiario.
Es socialmente grave que alguien se deje invadir por ese cúmulo de realidades de excepción que trae consigo la presidencia de la república y que termine identificándose de tal manera con ellas que se considere incapaz de poder existir sin su presencia cuando se produce el fin del mandato. El presidente Obama lo dijo hace unos días: desde luego que el poder es maravilloso, pero está limitado por el tiempo. En poco se termina mi mandato para siempre, porque así es la ley.
Esta sería una de las razones por las que ni acá ni en Bolivia se acepta la consulta popular para averiguar al pueblo, el soberano, sobre la reelección indefinida. Acá y allá se acude a los sistemas supeditados al poder y en los que es prácticamente imposible una negativa que implicaría incluso su propio cataclismo. Si el presidente es elegido una y otra vez, todos los otros poderes devendrán igualmente vitalicios: inmensa y perenne navidad. Por otra parte, se pretende convencer a la ciudadanía de que lo democrático se sostiene únicamente en el acto electoral y no en el respeto a las normas estatuidas en la Constitución y en las leyes que no pueden ser modificadas al arbitrio de deseos y necesidades personales.
La posmodernidad no es una época que se halle después de la modernidad como etapa de la historia. No es un tiempo concreto de la historia. Es una condición del pensamiento y de la existencia actuales que no pueden seguir anclados en el pasado.
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