El molino ya no está, pero el viento sigue ahí todavía.
Vincent Van Gogh, Cartas a Theo.
En 1984, en la calle Irlanda, frente al colegio Benalcázar, funcionaba un pequeño local de hamburguesas cuyo dueño era un francés. Las hamburguesas estaban preparadas con carne jugosa y tenían una salsa de queso con algún aderezo que realmente las convertía en un manjar. Tenían tanta fama que se creó una red de contrabando para conseguirlas en los recreos, un estudiante accedía a la puerta de salida, recolectando dinero para que la ayudante del amigo francés nos entregué algunas de estas hamburguesas infinitamente mejores a las que se vendían en el bar del colegio.
Cuando terminábamos clases y teníamos extracurriculares siempre íbamos donde el francés, nunca supe el nombre de este personaje, pero lo recuerdo como un tipo afable que incluso aceptaba relojes, cadenas, calculadoras y cédulas como prendas a cambio de tres o cuatro hamburguesas. El lugar tenía su aura mágica, la sensación de transgresión le dotaba de más sabor a las hamburguesas. Ahí en ese sitio nos encontrábamos con compañeros de otros cursos a conversar de los temas más disparatados, yo tenía quince años, allí conocí a Mauricio Samaniego.
El Mauricio era pelirrojo, paliducho, de ojos azules, tenía algo de Roberto Bolaño, aunque le decían Buh, porque parecía fantasma. Había sido expulsado del colegio San Gabriel por sus ideas políticas, estaba en sexto curso, hablaba mucho sobre la revolución cubana, el Che Guevara y la necesidad de cambios radicales en una sociedad injusta como la nuestra. Algunos compañeros nos sentimos muy identificados con sus ideas algo utópicas, me regaló un libro que se llamaba “En Cuba” de Ernesto Cardenal. El viaje hacia la utopía es fluido como un latido de viento, pero su retorno puede ser violento y tormentoso.
El tiempo pasó raudo y después de tres años me encontraba estudiando Derecho en la Universidad Católica, era un sitio repleto de chicos esnobistas que recitaban códigos y reglamentos, la visión crítica en las clases era paupérrima. Pocos cuestionábamos al orden establecido, rápidamente me di cuenta que la facultad en la que estudiaba buscaba sostener el orden de un sistema obsoleto. Ya había llegado Febres Cordero al poder con su discurso fascista del enemigo interno, de esa época gris recuerdo como un oasis de academia a las clases de Alberto Wray y Ernesto Albán Gómez.
Uno de mis pocos amigos me contó, en el Bar Carrión, que al Mauricio lo habían apresado repartiendo comida después de asaltar un camión de pollos Gus. Quedé admirado por la heroicidad del Buh, había llevado su utopía a la realidad, aunque sea por un instante rompió el orden en favor de la gente más vulnerable. Claro, para la prensa él era un subversivo más, miembro de Alfaro Vive Carajo, el enemigo interno de Ecuador. Lo cierto es que la mayoría de AVC tenían esa visión romántica para cambiar el mundo.
Después de unos meses la facultad nos llevó de visita al penal García Moreno, entre hampones y asesinos encontré al Mauricio. Estaba más flaco y con el pelo largo, conservaba el brillo de su mirada. Definitivamente era un sobreviviente del suplicio y la crueldad del poder. Me acerqué con temor y nos dimos un abrazo. Todo era subversivo en esos días, hasta dar abrazos.
Tres o cuatro años después salió libre, en el gobierno de Rodrigo Borja, de ahí en adelanté se dedicó al cine. Coincidimos con él en algunas fiestas y en Seseribou, una salsoteca donde se encontraban músicos, poetas, cineastas, bohemios, en fin. Allí conversamos con el Mauri sobre lo duro que fueron esos años en el penal y la fraternidad que se mantuvo entre sus compañeros de AVC en las peores condiciones. Siempre se consideró Alfaro Vive, nunca se arrepintió de su aventura algo suicida de robar un camión de pollos en época de Febres Cordero.
Pocos meses después, en una coyuntura política estratégica, se me ocurrió un acróstico a dos colores: No Estaría Bien Otro Tirano. Junto a algunos amigos lo pintamos en las paredes de Quito, creo que en el fondo toda esa energía volcánica y creativa nos la dio el ejemplo de Mauricio y otros soñadores. Fue nuestra revancha, desde la poesía y la niebla, para decirle a la oligarquía: el poder económico sin creatividad ni imaginación no sirve para nada.
Hace pocos días murió Mauricio Samaniego, dejó algunos documentales donde plasmó su dramática experiencia y por otro lado nos dejó el recuerdo del chico soñador y bromista que no se amilana ante los tiranuelos. Hoy soplan vientos de dictadura, mucha gente cree que la salida para enfrentar a las bandas de narcotraficantes es un gobierno militar. Lo real es que las sociedades que pueden mirar al futuro son aquellas guiadas por la razón y la justicia, no por el miedo. Vuela alto Mauricio, gracias por todo.
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