Me llamo Christian Escobar Jiménez, profesor de una de las universidades que funcionó como centro de acogida durante las manifestaciones de octubre. No ostento cargo alguno ni represento a nadie, y quizá precisamente sea eso lo que me permite escribir con cierta libertad. Apenas hoy en la mañana he leído con una amarga sorpresa sus declaraciones sobre la función que los centros universitarios tuvieron en la crisis. Entre otros, uno de los mayores problemas es que sus afirmaciones difícilmente ayudan a solucionar la conflictividad política y social a la que nos hemos enfrentado durante este mes, algo que debería ser su objetivo como alto funcionario público de defensa. De sus declaraciones se desprenden varias implicaciones, entre ellas, la existencia de un enemigo organizado, con recursos abundantes, auspiciado desde el extranjero, violento, con entrenamiento subversivo, con objetivos desestabilizadores que iban mucho más allá de la derogatoria de cualquier decreto.
De lo dicho, uno puede notar una contradictoria concepción de la política, a ratos ingenua, pero siempre alarmante. Ingenua, porque considera a su contendor como un grupo unificado, homogéneo, financiado y bien organizado. A su vez, tal ingenuidad contradice a la implicación alarmante, aquella que se inscribe en una concepción de la política como una irrevocable dualidad en guerra: amigo-enemigo. Vale recordar que esta definición, subsidiaria de Carl Schmitt, fue aplicada en la Alemania de entreguerras y también halló eco en nuestro continente, durante varias décadas oscuras, que no viví, pero de las cuales soportamos sus herencias.
El enemigo, interno o externo, alimenta la división social del país y aúpa la xenofobia; ambas, posiciones por demás injustificadas. Sus declaraciones terminan por construir un enemigo inflado, dándole unos caracteres de horizonte unívoco y fuerza paramilitar que no posee, pero que ayuda a posicionarlo en el imaginario social y legitimar los excesos de la fuerza pública. Sin duda, la política es conflicto, un hilo finísimo en el que transitamos a traspiés hacia el futuro, con el perenne fantasma de la confrontación violenta pendiendo sobre nosotros. La política es caótica, llena de tensiones, sin orden ni grupos únicos. Ni el capital ni sus contrarios son alineaciones perfectas de grupos en conflicto. Concebirlo así es un error. En esta realidad, cuando ese hilo fino se rompe, los desmanes son más probables; el aprovechamiento partidista surge, tanto como emergen las manifestaciones pacíficas; el caos convive con propuestas claras y serias; la conspiración desestabilizadora cohabita con la búsqueda de cambio. La política no es ni organizada ni dual. La reducción de la complejidad al juego del enemigo es, cuando menos, un error de análisis, pero un acierto de cálculo si se busca legitimar la violencia de Estado.
Dentro de esta misma idea de conspiración orquestada por el enemigo, surge otro actor: las universidades. En sus declaraciones, las universidades dejan de ser meros lugares de acogida para convertirse en centros logísticos para la desestabilización. Así, su función empieza a formar parte de la línea única del enemigo, sus intenciones o son conspirativas o son usadas en función de unos intereses mayores que los ordenan.
Debo confesarle que en el rol de las universidades como lugares de hospedaje hay una verdad implícita. Éstas, al ser sitios de acogida temporal para los visitantes de provincia, en su mayoría pertenecientes al movimiento indígena, necesariamente toman partido y ayudan al sostén. Esto es indudable, negarlo sería entrar en un juego similar al de entender a la fuerza pública como institución que de forma inocente y caricaturesca solo reacciona a la violencia, que no reprime ni provoca. Pero esta verdad, así como se ha presentado, también es tendenciosa. Bastaría con contarle cómo nuestros estudiante ayudaron o atendieron a policías, en la medida en la que el toque de queda o la división territorial ejercida en la ciudad a través de cercos y alambrados lo hizo posible. El sábado 12 de octubre, el día en el que estudiantes, voluntarios y brigadistas formaron un cerco para proteger la zona de paz - irónicamente la protegían de la fuerza pública -, también ofrecieron agua y comida a los miembros de la Policía Nacional.
Sin duda, la atención a nuestros visitantes obedeció a la comprensión de su condición de grupo excluido y económicamente vulnerable, históricamente empobrecido. Su repentina situación de peregrinos fue posible gracias a que tuvieron un lugar de descanso en medio de la lucha por algo que vieron como justo. Una simple consideración de empatía habría obligado a cualquier persona a actuar así. En las conversaciones más sencillas se podía entender que su único deseo era volver a casa y que a fuerza de ser un grupo marginado, surgió la obligación moral ante unas circunstancias que parecían posibles de revertir, y no por un afán de violencia gratuito o por intereses externos.
Lo que usted llama centro logístico, para nosotros fue un albergue. No tengo otra palabra para llamar a un lugar donde la gente halla un rincón en el suelo para dormir, después de haber recorrido, a andas o en camión, medio país.
Un poco de recorrido por la historia de nuestra condición indígena nos ha enseñado cómo las victorias para ampliar derechos, incluso en su actual situación injusta, solo han sido posibles con la lucha; desde la eliminación de formas de trabajo inhumanas, hasta el reconocimiento de nuestra diversidad nacional y cultural. Para entender esta obligación política y moral por la lucha, no como un deseo injustificado de violencia, debería ser suficiente con constatar la angustia, el llanto y los ruegos de los familiares de los manifestantes, cada noche o cada mañana. Supongo que algo similar se viviría desde el otro lado, cada vez que policías o militares de tropa salían de sus casas en alguno de esos días interminables a exponerse a una violencia innecesaria y que pudo evitarse con un poco de apertura del gobierno para el diálogo. Incluso, si la existencia de agitadores, partidarios de gobiernos anteriores, fuese cierta, la represión excesiva del gobierno terminó por entrar en ese juego y “darles la razón”.
Lo que usted llama centro logístico, para nosotros fue un albergue. No tengo otra palabra para llamar a un lugar donde la gente halla un rincón en el suelo para dormir, después de haber recorrido, a andas o en camión, medio país. Sí, vi unos cuantos escudos hechos de cartón o madera, bastante mejores, pero con los mismos pocos materiales que yo mismo usaba para los míos cuando niño, sin sofisticación ni recursos. Sí, vi palos que siempre estuvieron dispuestos a entregarnos para cambiar su condición de “arma” por la de asta para una bandera blanca cuando había que recorrer unas pocas centenas de metros en una ciudad en guerra. Esas eran sus armas: palos y cartones totalmente inocuos frente al armamento de gente entrenada para el orden y para la guerra, pues esa es su función social. Lo que usted llama “centro logístico” era lo que un mínimo de empatía podía hacer, lo que la vinculación con la comunidad como función sustantiva de las universidades obligaba, lo que un conocimiento básico de historia y algo de respeto por la gente exigía.
Por otra parte, esa “cantidad absurda” de recursos a los que hace alusión, venía de la absurda generosidad de la gente, ahí sí, nacionales o extranjeros. Obedecía más a la generosa espontaneidad de la gente que a un orden externo y manipulador. En las calles, incluso de madrugada, era fácil encontrar a familias enteras que repartían cualquier cosa, a todos por igual, por un simple sentido que nos hace borrar esa dualidad que usted ha puesto sobre la mesa, con la sola intención de mirarnos todos a la cara y poder reconocernos.
Hay una cosa más, esta empatía mínima también era una respuesta a lo peor de nosotros como sociedad; nos sirvió para comprender dónde debemos empezar para aminorar la desigualdad, la indiferencia, los gestos de desaprobación, las irresponsabilidades de los políticos que pasan revista a sus tropas porque su tierra es indigna para los del páramo, esa tozudez de vernos frente al espejo y negarnos. No, son ustedes quienes tienen el poder de las armas, el entrenamiento y la organización militar, no la gente. Esperamos siempre que la sepan usar con mayor sabiduría.
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