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21 de Junio del 2021
Ideas
Lectura: 6 minutos
21 de Junio del 2021
Carlos Arcos Cabrera

Escritor

Salvoconducto 27: Reseña de una vida desconocida
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Desde el cobertizo que había construido a la entrada de Punta Napo, el «Pibe Valderrama» oteaba el horizonte playero, cuidaba los autos y acumulaba los desechos de plástico y botellas: ¡reciclaba!

La llaman Punta Napo y se ubica un par de kilómetros al norte de San Vicente, Manabí. Podría ser una playa excepcional y no lo es. Hay factores que están más allá de lo que una autoridad local o un grupo de voluntarios puedan hacer, uno de ellos es la contaminación del estuario del río Chone, el vertedero de desechos de pueblos y ciudades que se asienta a sus orillas y a las de sus afluentes. También recibe las aguas de las camaroneras que, desde el amenazado humedal de La segua, ocupan sus orillas. En el paraíso perdido de Punta Napo los desechos plásticos se encuentran a cada paso. No solo es lo que arrastra el río en marea baja, sino lo que los visitantes desaprensivos dejan a sus espaldas: les vale un comino el entorno, la vida silvestre, etc. La basura no les incomoda. Es parte del paisaje y es posible convivir con ella.

Si tiene algo de paciencia, le sugiero que recoja los desechos que lo rodean,  establezca un microespacio pequeño burgués —su minicondominio playero con parasol incluido— y se apreste a disfrutar de un mar calmo. Pero no se llame al engaño. No pasa un minuto cuando pesadas volquetas entran a la playa, una tras otra, a cargar arena que sin duda será dedicada a la construcción. Doble violación de la ley. En el inevitable próximo sismo veremos las varillas de las construcciones carcomidas por el óxido. ¿Quién autoriza este atraco a la naturaleza y a los que construyen? ¿Quién se beneficia de este negocio? Un policía motorizado detiene a uno de los vehículos. Conversan un rato y luego cada cual toma su camino. Tiempo después la volqueta vuelve por más arena.

Se acerca el mediodía y el sol reverbera. Es necesario escapar del plástico, de las volquetas y de los UV solares. ¿Un último chapuzón? En ese preciso instante una poderosa Ford 150 doble cabina 4x4 se estaciona a 20 metros del minicondominio playero: poderosos altavoces llenan el espacio cósmico con reguetón, mientras sus ocupantes improvisan una cancha de fútbol, uno de cuyos arcos se ubica exactamente frente al parasol. Luego, lueguito, una destartalada Toyota Stout se instala más allá y ataca con un reguetón cuyos bajos se confunden los de la F150. En imperioso escapar: el chapuzón quedará para otro día y otra playa. La esperada calma se ha esfumado. Regreso derrotado. No siempre es así; sí, frecuentemente.

Pero no es de este asunto del que quería escribir. Un día en Punta Napo me encontré con un hombre que hacía las veces de guardián de Punta Napo. Saludamos.

Desde el cobertizo que había construido a la entrada de Punta Napo, el «Pibe Valderrama» oteaba el horizonte playero, cuidaba los autos y acumulaba los desechos de plástico y botellas: ¡reciclaba!

—Me conocen como el «Pibe Valderrama»— me dijo, y sacó un carné de un equipo de fútbol local en que había jugado. ¡Una gloria en las canchas de San Vicente y sus alrededores! Lo llamaban así pues tenía el pelo como el colombiano, aunque el suyo era negro, retinto.

Desde el cobertizo que había construido a la entrada de Punta Napo, el «Pibe Valderrama» oteaba el horizonte playero, cuidaba los autos y acumulaba los desechos de plástico y botellas: ¡reciclaba! Aunque afirmaba que allí no pasaba nada, de cuando en cuando tomaba su machete y recorría la playa.

Me imagino que también —inevitable— algo recibía del tráfico de arena. Con el ocaso, cuando las luces de Bahía iluminaban la orilla opuesta del estuario, el Pibe se retiraba de su cobertizo. Era la señal de que llegado la hora de abandonar Punta Napo y dejar el lugar libre para las parejas furtivas que iban allí en busca de intimidad. Vino la pandemia y la cuarentena y dejé de ir a Punta Napo con la frecuencia de antaño. No volví a encontrarme con el Pibe. Una familia venezolana había improvisado un refugio. No permanecieron ahí por mucho tiempo.

Hace unos días indagué por el Pibe. El COVID había dado cuenta de él y de su vida. No he dejado de pensar en aquel solitario personaje. Una vida desconocida y una muerte que alimenta una cifra. Solo resta imaginar. En los atardeceres, mientras el Pibe miraba el mar y el incesante movimiento de las olas, imaginaba el gol espectacular que lo llevaría hasta el cielo de los grandes del fútbol, superando al auténtico Pibe Valderrama y driblando a Messi y a quien se le pusiera por delante. Y, luego, retornar como héroe a San Vicente en una poderosa Ford F150 con luces LED y unos parlantes cuyos bajos se escucharan en las dos orillas del estuario. O tal vez —pues los sueños dan para todo— tener una escuela de fútbol de playa; o no sé, mirar los delfines que de cuando en cuando se internan en el estuario; o qué se yo, amar a la cimbreante mujer de exultantes caderas manabitas, encarnación de la chica de Ipanema y recitar amorfinos; o, quién sabe si odiaba la playa, que se había convertido en una cárcel para sus aladas fantasías, y quería seguir la ruta de tantos manabitas que han hecho su vida en España, Italia, Estados Unidos (manaba que se aprecia, manaba que se arriesga a buscar la vida en cualquier lugar), pero ya se sabía demasiado viejo para intentarlo, o tomó la decisión pero el maldito COVID le cortó las alas. ¡Adiós, Pibe!

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