
Años atrás, la fecha exacta importa poco, leí La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (Fondo de la Cultura Económica, 1996), uno de los ensayos más agudos y brillantes de Mario Vargas Llosa. Entre tantos dimes y diretes de la vida, el ejemplar con los subrayados y notas ha seguido su propio camino y me ha abandonado. Lo que guardo en la memoria —frágil, por cierto— es el tono agonístico con que Vargas Llosa analiza la obra de José María Arguedas (se había suicidado en 1969), algo que ya está presente en el título del libro. La utopía arcaica es la confrontación entre los dos mayores exponentes de la literatura peruana e hispanoamericana; adicionalmente una mirada crítica radical sobre el indigenismo peruano y, por extensión, andino, y su influencia en la literatura y en las interpretaciones antropológicas e históricas del Perú. Para Vargas Llosa, el indigenismo —ante todo ideología— falseó la historia y ocultó los hechos oscuros del incario —como los sacrificios humanos— precisamente para fortalecer la creencia en una utopía de un paraíso perdido luego de la conquista. Vargas Llosa va directo al grano. En el párrafo inicial, afirma sobre Arguedas:
Fue un hombre bueno y un buen escritor, pero hubiera podido serlo mucho más si, por su sensibilidad extrema, su generosidad, su ingenuidad y su confusión ideológica no hubiera cedido a la presión del medio académico e intelectual en el que se movía para que, renunciando a su vocación natural hacia la ensoñación, la memoria privada y el lirismo, hiciera literatura social, indigenista y revolucionaria.
Para Vargas Llosa, Arguedas era la expresión de la utopía arcaica que periódicamente agita los Andes. Arcaica y todo, vuelve con la insistencia de los grandes ciclos naturales, más en la vida real de los pueblos de los Andes que en la literatura y en las corrientes de pensamiento que, definitivamente, son superadas. El momento político que vive Perú no es más que una demostración de su persistencia, probablemente por ser arcaica, por tener sus raíces en un pasado tectónico, por ser parte de los mitos fundacionales de esas culturas, que más allá de la muerte del indigenismo, están vivas y tienen voz.
El ensayo en su conjunto es una apuesta por la evanescente inmortalidad literaria. ¿Quién sobrevivirá y se convertirá en lo que ese monumental crítico que es Wilfrido H. Corral define como un clásico? Los ríos profundos, de Arguedas, y Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa, son dos hitos de la literatura hispanoamericana.
Existen otras utopías arcaicas que se han trastocado en distopías. Las distopías son aquellas realidades opuestas a la utopía, si esta sueña o especula con un mundo feliz, justo y en paz, la distopía nos ofrece un panorama desolador, sin esperanza alguna, en el que la violencia, el poder omnímodo, la opresión y la muerte esperan al género humano. La más famosa utopía que la historia transformó en distopía es, a mi juicio, Utopía de Tomás Moro (Editorial Tor, Buenos Aires, 1938). Moro fue un hombre famoso y con mucho poder en la corte de Enrique VIII (hombre de corazón voluble: se casó seis veces y con mano de hierro para reinar), opositor radical de la Reforma y de Martín Lutero. Su final fue trágico: el rey al que había servido lo hizo decapitar pues optó por ser leal al papa, con quien el rey se había enfrentado por impedir su divorcio. Pobre Tomás.
La palabra utopía está cargada de futuro. Moro escribió su obra con el propósito de proponer un conjunto de principios y leyes que regularan la vida de la sociedad y el Estado. La injusticia, la excesiva riqueza de unos frente a la pobreza de la mayoría, el egoísmo dominante en las relaciones sociales fueron incentivos para escribir Utopía. En un estilo muy propio de la época, la obra se desarrolla como un diálogo entre Pedro Egidio, amigo de Moro y Rafael Hytlodeo, quien había vivido unos años en la isla de Utopía. Tomas Moro hace el papel de escribano del diálogo entre los dos hombres.
En Utopía no existe la propiedad privada, no circula la moneda: «Cuidan de todas maneras que el oro y la plata sean tenidos entre ellos en ignominia», todos los habitantes de la isla tienen garantizada la subsistencia y los cuidados de salud, tienen la obligación de realizar trabajos comunitarios, especialmente en la producción de alimentos, visten los mismos vestidos y sus viviendas no se diferencian unas de otras.
El gran hermano social, el que todo lo vigila y sabe, está presente en Utopía:
No existe motivo alguno de ocio, ni pretexto de holganza. No hay taberna alguna de vino o de cerveza, ni tampoco lupanares, ni ocasión de corruptelas, ni escondrijos, ni ocultas reuniones ya que, estando todos bajo las miradas de los demás, se ven obligados a dedicarse al trabajo habitual o a un holgar honesto.
La libertad individual que surgió como premisa de la vida en sociedad en las sociedades occidentales modernas no es posible en la Utopía de Moro. Es la sociedad la que define lo que es «trabajo habitual o a un holgar honesto».
¿Qué es distopía?
Si alguien se aparta de esos principios será necesariamente marginado. La utopía tal como la vislumbró su creador, como crítica a la sociedad en que vivía, basada en la exclusión y la desigualdad, derivó en la sociedad y en el Estado totalitario contemporáneo. Una parte sustantiva del socialismo se nutrió de Utopía para trastocarse en la distopía del socialismo real.
Sin embargo, la brutal desigualdad y exclusión que hoy caracteriza al planeta en su conjunto bajo el signo del más salvaje de los capitalismos (una auténtica distopía que amenaza la misma sobrevivencia de la especie), donde un puñado de personas y empresas —que apenas pagan impuestos— disponen de más riqueza que naciones enteras es, con inevitables cambios, la realidad que llevó a Moro a imaginar una sociedad mejor, que plasmó en Utopía.
Frente a los avances tecnológicos ligados a internet, Hitler, Stalin o Mao son aprendices de mago, aunque sus discípulos tropicales, como Ortega y Maduro y otros tiranuelos, comiencen a usar la tecnología como herramientas de control y represión. Hoy ya no se requiere de vigilancia alguna. Nos adelantamos a la vigilancia y con fruición proporcionamos toda la información sobre nuestras grises o luminosas vidas para que en algún lugar del ciberespacio un algoritmo clasifique toda la información sobre nosotros: miedos, anhelos, pecados, secretos, adicciones y demás. Al punto de que este sabe de nuestras vidas más que lo que nosotros mismos sabemos y no tiene la bendición del olvido. Utopía y distopía disputan el presente y definen el futuro.
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