
Me gusta eventualmente ver un buen partido de fútbol y ser partícipe de ese drama humano de victorias y derrotas, genialidades y torpezas, buena y mala fortuna. Me gusta esa alegoría de héroes y villanos, de triunfadores y derrotados, de alegrías y lágrimas que conlleva el juego y de la que la leyenda, la literatura y el cine ha convertido en obras memorables. Por alguna razón, no vi el partido Colombia-Ecuador por las eliminatorias al Campeonato Mundial del próximo año. Si leí y escuché los comentarios, previos y posteriores, de los «sabios especialistas» (saben más que los entrenadores y los árbitros) de los dos países. En los comentarios previos de los «sabios especialistas» colombianos había la convicción —sin sombra de duda— de un triunfo arrollador de su selección. Creían llegado el momento de sacarse el clavo de una goleada recibida por su equipo en un partido anterior en que se enfrentaron. Ecuador no era un adversario de categoría y alguno afirmó que aquel no era un rival, que los suyos estaban a la altura de Brasil y Argentina pues sus jugadores pisaban los talones a Messi y Ronaldinho.
¡Así debe ser!, me dije desde la ignorancia confesada que tengo sobre la ciencia del fútbol. El partido se jugó y por lo que vi y escuché, «los sabios especialistas» fueron mudando sus ánimos y comentarios desde la euforia hasta la desazón y, por último, hizo su aparición una rabia incontrolada. Conclusión: Colombia no había podido vencer pues se había encontrado con un adversario perverso, lleno de mala fe, con mañas de todo tipo, que finalmente no permitieron a su selección brillar y alzarse con la victoria. Por cierto, en oscuro contubernio con el árbitro y el VAR, que anuló un gol en que una mano —no la mano de Dios de Maradona— jugó su papel: ¡Horror! Los que venían del sur, allende la frontera, no eran más que unos bárbaros que aguaron la fiesta nacional del fútbol colombiano. En contexto, los comentarios rayaron en el desprecio y, por qué no decirlo, en un racismo soterrado. En Chile las reacciones fueron más atenuadas debido a la evidencia de los goles en contra que recibió la selección local. ¿Será que la bronca entre vecinos es más fuerte que entre países distantes?
Visto en perspectiva, muchos de los «sabios especialistas» de futbol sufren de un agudo futbolismo. Esta es una patología asociada al fútbol y sobre la cual este deporte —negocio teñido de corrupción y deporte— no tiene responsabilidad alguna. El futbolismo comparte características con el alcoholismo y con el nacionalismo y otros ismos que de acuerdo con las circunstancias pueden devenir en extremismos. Sin embargo, también tiene diferencias con el alcoholismo, por ejemplo. Este, pese a que afecta a millones de personas, es un vicio privado. No conozco alcohólicos que en nombre de su licor favorito agredan a todo un país o los consumidores de una bebida distinta a la suya. No es conocido el caso (aunque puede haber alguno pues la realidad no deja de sorprendernos) de que los bebedores de vino, bajo la insidiosa arenga de un bebedor que tiene en sus manos el poder que le confiere un micrófono y cuya imagen se difunde en el ciberespacio, insulten y agredan a los bebedores de cerveza o ron y viceversa.
Hoy por hoy, el futbolismo y un nacionalismo pernicioso, en el marco de las eliminatorias del mundial, recorren América Latina de norte a sur y de este a oeste
Sin embargo, un enfermo de futbolismo con un micrófono en mano y una cámara en frente, en el extremo de su paranoia, sí es capaz de arengar a otros enfermos de futbolismo a masacrar a los del equipo rival y a sus seguidores (tan enfermos como el agresor) o, al árbitro. El asunto termina en la conocida violencia dentro y fuera de los estadios. Los «sabios especialistas» no son ajenos a estos avatares. El asunto toma otro cariz cuando del escenario local se pasa a vilipendiar a todo un país. En ese momento se une el futbolismo con ismos extremos, especialmente el nacionalismo. El uno alimenta al otro y viceversa: el futbolismo alimenta el nacionalismo extremo y el nacionalismo extremo radicaliza y encona aún más el futbolismo. Los dos crecen a la vez. El nacionalismo fue una fuerza poderosa en el proceso de constitución de las naciones de occidente. Ejemplos abundan. Sin embargo, el nacionalismo mutó en una fuerza destructora, como lo demostró el siglo XX. Adicionalmente, el nacionalismo es radicalmente excluyente de los no nacionales: extraños, inferiores, ajenos. Futbolismo, nacionalismo y exclusión van de la mano.
Los jugadores no padecen de futbolismo, juegan, es su profesión en el sentido que Max Weber daba al término: vocación, llamado interior. Además, saben que la clasificación al mundial les abrirá las puertas de los grandes clubes, a los jugosos contratos y a la esquiva fama.
Quienes padecen de futbolismo avanzado y probablemente incurable son comentaristas y dirigentes deportivos. Las batallas futbolísticas inician con el despliegue de las banderas nacionales y los himnos patrios. Los jugadores son la reencarnación de los héroes patrios; ni más ni menos. Las grandes y pequeñas epopeyas del pasado son recreadas en cada jugada, en cada reto, es un reescribir la historia. Las derrotas en la cancha les duelen más que los graves problemas que aquejan a sus sociedades; son vividas como afrentas al orgullo nacional, ofensas injustificadas e injustas ocasionadas al ego patrio por gentes a todas luces inferiores en todos los aspectos, incluido el futbolístico, por supuesto. ¿Cómo Ecuador se atrevió a empatar a Colombia en su propio campo? ¿Cómo Chile pudo perder frente a un rival al que históricamente había vapuleado? ¿Cómo Uruguay corre el riesgo de no clasificar? Las respuestas de los genios del comentario profesional, infectados de futbolismo, —no todos, felizmente— desemboca en un nacionalismo, que roza el racismo. El otro no tiene méritos para triunfar ni aún para empatar. Sus palabras, juicios y, sobre todo, prejuicios son asumidos por muchos que los escuchan y los siguen: de allí la violencia que se incuba en los estadios y que se expande como una ola de desprecio, agresión y odio.
Hoy por hoy, el futbolismo y un nacionalismo pernicioso, en el marco de las eliminatorias del mundial, recorren América Latina de norte a sur y de este a oeste.
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