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28 de Enero del 2022
Ideas
Lectura: 7 minutos
28 de Enero del 2022
Carlos Arcos Cabrera

Escritor

Salvoconducto 35: La aventura de escribir I
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Su madre tenía un sitio de comida en La Marín, donde inevitablemente caíamos luego de beber en El chulla Pérez o en El Cordobés. Era una mujer gorda que nos trataba como a hijos de príncipes que habíamos aceptado como amigo a su díscolo hijo.

Editorial Planeta publicó en diciembre mi novela Un día cualquiera. Es frecuente que quien escribe enfrente un proceso de enajenación. Lo que le pertenecía, el texto, escrito en silencio, en soledad, o inclusive en medio del bullicio de opiniones, noticias, mensajes y llamadas de las que no podemos escapar, deja de serlo apenas aparece como «publicado». Pasa a ser de los lectores. El nombre de quien lo suscribe es una referencia, que puede decir mucho a poco. Sin embargo, la enajenación, la pérdida de dominio sobre lo ya escrito se hace realidad. Es la extrañeza del texto. Esa sensación me lleva inevitablemente a preguntarme quién lo escribió. Walt Whitman, el extraordinario poeta americano autor de Hojas de hierba, dijo: «Soy contradictorio, en mí caben multitudes». Definitivamente, somos uno solo en apariencia, pero inclusive ésta cambia con el tiempo, hasta volvernos «otros». Es una pregunta que me hago reiteradamente, cuando abro el libro y leo un párrafo, o cuando releo una de mis columnas de opinión. En el caso de Un día cualquiera, me pregunto dónde comenzó el largo proceso que me llevó a escribirla y a descubrir a dos personajes centrales: Francisco y Diego de Arcos. Quiero compartir con ustedes esta historia íntima.

La primera noticia sobre Diego de Arcos la tuve en el colegio, en la clase de Historia, cuando el profesor, el doctor González, se refirió a la revolución de las Alcabalas, 1590-1594. Me aburrían sus largas disquisiciones de abogado dedicado a la historia. Para matar el tedio, me refugiaba en las bancas del final del aula. También era una vía de escape. Pocos se atrevían a ocupar las bancas de las primeras filas debido a que por el agujero de los ausentes dientes incisivos inferiores del profesor, emergía una incesante lluvia salival. Al final de la clase, los pupitres de las primeras filas se hallaban tapizados con una blanquecina y espumosa capa.

Con el tiempo descubrí que el doctor González lo hacía a propósito. Se desplazaba por el pasillo, entre las filas de pupitres, y mientras disertaba, las gotas de saliva mojaban a los alumnos que se hallaban cerca y que, vanamente, trataban de protegerse con un cuaderno.

Su madre tenía un sitio de comida en La Marín, donde inevitablemente caíamos luego de beber en El chulla Pérez o en El Cordobés. Era una mujer gorda que nos trataba como a hijos de príncipes que habíamos aceptado como amigo a su díscolo hijo

―¡Loco! ―me dijo el Salcedo, golpeándome la cabeza, cuando en aquella inolvidable clase pronunció el nombre de Diego de Arcos ―están hablando de tu abuelo.

Yo había perdido el hilo de la exposición del doctor González―. ¡El nieto es alumno de aquí! ―dijo a voz en cuello. Una sonora carcajada estalló en clase. El doctor González avanzó hasta donde nos hallábamos.

―¿Quién fue? ―preguntó.

El Salcedo no tuvo más que reconocer que él había sido.

―Él es, es el Arcos, el nieto del que nombró ―dijo a manera de justificación mientras me señalaba. Los que estaban cerca rieron nuevamente. Nos echó del aula.

―Tarea para la próxima clase: consultar la Historia General del Ecuador del Ilustre arzobispo de Quito, González Suárez ―dijo mientras el chorro de aire salivoso nos alcanzaba de lleno con la fuerza de una sentencia inapelable.

―¡Eres un hijueputa! ―le dije al Salcedo apenas estuvimos fuera.

―No te cabrees, Arcos Cabrera. Te hace mal y es la verdad, el viejo hablaba de tu abuelo.

―Ningún abuelo ―respondí.

―Entonces tu tatarabuelo.

―No te hagas el cojudo. ¡Vamos a la biblioteca!

―No. Yo soy negado para eso. Haz vos el trabajo y me avisas.

―No ―repliqué―.Tienes que acompañarme.

―Déjate de huevadas, a la salida vamos donde mamita y te invito un caldo de patas. ―Me dio las espaldas y lo vi perderse detrás de las gruesas columnas del corredor con dirección a la cancha de fútbol. Como era buen jugador, los equipos se disputaban para tenerlo en sus filas. Yo tomé al camino hacia la biblioteca. Él siempre tenía las de ganar.

Su madre tenía un sitio de comida en La Marín, donde inevitablemente caíamos luego de beber en El chulla Pérez o en El Cordobés. Era una mujer gorda que nos trataba como a hijos de príncipes que habíamos aceptado como amigo a su díscolo hijo. Razón tenía, sin nosotros el Salcedo no habría terminado el colegio. A cambio de las invitaciones frecuentes de su madre, hacíamos sus tareas y respondíamos a sus exámenes. Todos los compañeros nos ingeniábamos para ayudarlo. Un caldo de patas a la madrugada compensaba todo. El esfuerzo de otros y el de su madre le sirvió para terminar la carrera de leyes en la universidad, obtener el título de abogado de la república y convertirse en defensor de todos los malandros que hacían su trabajo en La Marín; adquirió una radiodifusora y llegó a ser concejal de la ciudad. Un Rolex adornaba su muñeca y varios anillos de oro macizo, sus gruesos dedos; una descomunal camioneta 4x4 con vidrios ahumados conducida por un chofer lo transportaba por la ciudad. Hizo una carrera tan rentable como impensada. Aun así, cuando eventualmente se encontraba conmigo, detenía el auto y me saludaba con el mismo cariño de siempre, evadiendo la inevitable pregunta. «¿Qué ha sido de tu vida?» con la mirada llena de una extraña mezcla de lástima y superioridad por lo que, con seguridad pensaba, era una vida fracasada. El Salcedo era un hombre sensible.

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Jorge Peñafiel C.
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