
1.
Retomo los salvoconductos abandonados hace tiempo, en buena medida, por el síndrome de la página en blanco. Hoy los reanudo para compartir con ustedes una aventura en dos ruedas. La planeamos con Fernando de la Torre Becdach, experimentado aviador que ha volado alrededor del mundo. En sus años de juventud conducía una poderosa moto Honda Shadow 750 con la que recorrió Ecuador. Largas estadías fuera del país lo alejaron de esa afición. Yo, a mis setenta y uno, soy un recién llegado al mundo de las dos ruedas, un novato. Es la verdad y creo que nunca superaré esa categoría. No me importa, creo que llega un momento en la vida en que si no haces lo que has soñado o deseado, probablemente tendrás un sabor amargo en la boca y una sombra en el corazón cuando te enrumbes hacia la partida definitiva. Es la gran lección de vida del escritor Javier Marías, al que una neumonía mató hace pocos días.
En mi caso, a diferencia de Fernando, he pasado buena parte de mi vida entre libros y garabateando ideas, buscando palabras, redactando un párrafo y enviando la hoja escrita al tacho de la basura y, desde hace algunos años, a la papelera de reciclaje, que nada recicla, sino que lo desvanece en el infinito espacio virtual. Lo de las motos era un secreto tan oculto como la escritura de ficción. Solo en la edad madura me lancé a la aventura de publicar; ahora, con los años encima, me he lanzado a la aventura en dos ruedas. Es el efecto tardío de una película que vi a fines de los años sesenta: Easy Rider, que se tradujo al español como Busco mi destino, dirigida por Dennis Hopper, que también actuó junto con Peter Fonda y Jack Nicholson. Es la historia de un viaje en motocicleta por el sur de Estados Unidos. No la he vuelto a ver, tengo temor de descubrir que ha envejecido de mala forma, como muchas otras películas.
Fernando partió en su moto desde Quito. Lo esperé en Bahía e iniciamos la primera etapa: Bahía-Rocafuerte, Pichincha y Quevedo. Luego de Rocafuerte, el viajero encuentra una serie de pueblos limpios y bien cuidados, es el interior de Manabí. La vía se halla en un estado aceptable hasta un lugar llamado San Plácido, a partir de ahí está semidestruida.
Al detenernos para un descanso, conversamos sobre la responsabilidad en el mantenimiento de las vías: ¿municipios? ¿Consejo provincial? ¿Ministerio de obras públicas? Me imagino que existe un territorio gris, una tierra de nadie, en cuanto a las responsabilidades en que cada nivel de gobierno se hará de la vista gorda. Es más que evidente que las vías que costó mucho construir, especialmente en Manabí, se deterioran hasta ser prácticamente intransitables. La pequeña fisura de la carpeta asfáltica se transformará en un bache en el invierno y, en el siguiente invierno, en un cráter en que el cabe un auto.
El argumento más común es que no hay dinero para mantener las vías. ¿Es verdad? De acuerdo con el INEC, en 2018 circulaban 2’400.000 vehículos, hoy deben llegar a tres millones. El impuesto al rodaje que se paga anualmente para que los municipios y gobiernos provinciales mantengan en buen estado las vías es de cerca de 35 dólares por vehículo. Teóricamente en 2018 este impuesto generó la friolera de 84 millones de dólares. No creo que de esa suma se invierta siguiera un 10% en el mantenimiento de vías. La mayor parte debe destinarse al pago de una burocracia que apenas se mueve de sus escritorios. ¿Quién audita el uso de esos recursos? A través del impuesto al rodaje, el ciudadano aporta para tener vías en buen estado, señalizadas, con información suficiente para no perderse en el primer cruce de caminos —así se apoye en Google Maps o en Waze—, es decir, vías seguras. En la práctica no sucede.
Creo que llega un momento en la vida en que si no haces lo que has soñado o deseado, probablemente tendrás un sabor amargo en la boca y una sombra en el corazón cuando te enrumbes hacia la partida definitiva
2.
El camino continúa. Pasamos el acceso a Pichincha. Hay una constante: de las antiguas construcciones de caña, madera, ventanas con celosías tan propias de Manabí y el litoral, quedan pocas. Han sido reemplazadas por cajones cuadrados, de bloque y hormigón, feas, sin gracia hasta más no poder. Debe ser un problema de costo de los materiales, de los nuevos gustos y también de un cambio generacional.
Nos aproximamos a El Empalme. Allí enfrentamos el primer infiernillo. El segundo infiernillo es Quevedo. Tráfico urbano, caótico y agresivo de motociclistas, automovilistas, camioneros, taxistas y buseros; las rutas cortadas y Google Maps, que nos envía una y otra vez a una calle en contravía. Es una prueba de supervivencia que, junto con el calor, nos hace sudar la gota gorda. Finalmente, llegamos al hotel, que en una época debió tener una cierta gracia. Desde su descuidado jardín se puede mirar el río. Hasta la primera mitad del siglo XX, el río Quevedo, que desemboca en el río Babahoyo, era la principal vía de comunicación con Guayaquil hacia donde se enviaba el cacao y el banano para exportación, así como arroz y madera para construcción.
Vamos en busca de comida china por la cual Quevedo es conocida. Esta ciudad fue un destino importante de la migración desde China, poco estudiada. El estudio más reciente es obra de Juan José Fierro Granados (FLACSO, 2010). Es una historia que se remonta a 1860: los primeros migrantes llegaron en calidad de esclavos. Lentamente esta población creció: provenían, entre otros lugares, de Guangdong. De la comida china tradicional de Quevedo queda poco. Lo mejor los rollos de primavera, el resto es para el olvido gastronómico.
El taxista que nos lleva al hotel cuenta que, debido a los enfrentamientos entre Los Lobos —asociados al cartel mexicano Jalisco Nueva Generación— y los Choneros, la ciudad, antes bulliciosa hasta altas horas de la noche, hoy se encierra temprano. Nadie se siente seguro. Nosotros debemos descansar. Mañana nos espera una larga jornada que, si todo va bien, nos conducirá por Echandía, Guanujo y Salinas de Bolívar hasta Riobamba. Son 253 kilómetros.
Quevedo tiene para mí una connotación muy especial. Allí se estableció mi tío abuelo Alejandro Arcos Díaz. En las narraciones familiares de sobremesa se decía que, debido a un desencanto amoroso, dejó París, donde vivía, y se refugió en Quevedo, donde se dedicó a cultivar abacá y banano, y se convirtió en un patriarca, cabeza de una numerosa familia. ¡El corazón roto lo llevó a tomar una radical decisión! Cuando iba a Quito, casi siempre por razones de salud, llegaba a casa. Tenía ojos claros y un sentido del humor un tanto críptico, que solo era compartido por mi abuelo Leopoldo, quien, al enviudar, siguió los pasos de Alejandro y se fue a vivir Quevedo, aunque —supongo— no se hizo de otra familia. Cuando murió el tío abuelo, sus hijos, nietos y bisnietos viajaron a Quito en autobús para arreglar lo concerniente a sus tierras. Quevedo cayó en el olvido y se convirtió en una referencia lejana ligada al recuerdo del tío Alejandro. El abuelo Leopoldo dejó las tierras del trópico y regresó a la fría capital. En sus últimos años le dio por rememorar sus días como pagador del ejército en Esmeraldas, durante la guerra contra Concha. En El jinete polaco de Antonio Muñoz Molina, en los recuerdos que el narrador tiene de su abuelo, encontré la misma mirada de mi abuelo: la desolada tristeza de la vejez.
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