
1.
Todo quedó listo para enfrentar la segunda etapa. Nos levantamos temprano. Pero, lo cierto es que la moto de Fernando no arrancó. Luego de varios y fallidos intentos Fernando, que además de ser un experimentado piloto de avión, sabe mucho de mecánica, decidió que era necesario cambiar la batería. Debíamos esperar a que abrieran los almacenes de repuestos. Un taxi vino por nosotros. No demoramos mucho en dar con un almacén, adquirir el repuesto y regresar. En el corto trayecto, el taxista nos puso al tanto de lo acaecido la noche anterior. Sicarios de la banda de Los lobos, asociados al cartel Jalisco Nueva Generación intentaron ultimar a un líder de Los Choneros. El atentado se frustró pues el vehículo de los sicarios chocó. Es el pan de todos los días en Quevedo. Pero no es únicamente un acontecimiento que se da allí.
El narco en todas sus formas penetra sistemáticamente en toda la sociedad y en todas las regiones del Ecuador. No sólo se trata de una forma rápida de conseguir dinero y poder, que es lo que ofrece el narco, en una realidad de desigualdad y falta de oportunidades para un amplio grupo social. Todo una cultura narco se expande como aceite en el agua. Los narcocorridos y el narco reguetón inundan los programas de música en la red y en las radios. Es una cultura en alza. Todo esto se da en el contexto de una institucionalidad pública permeada por la corrupción (a todo nivel) bajo el mando de una «clase política» infame. Las señales de la peste ya están a la vista y vamos en camino de convertirnos en un narco y corrupto Estado. En ausencia de una política de legalización en los países consumidores, el narco prospera y se convierte en una fuerza económica, política y social sobre la que, no nos hagamos los ciegos, se basa parte importante de la economía «legal», el funcionamiento de los tribunales de justicia, de las fuerzas de «orden», de la política y de la vida cotidiana. ¡Bienvenidos al narco Estado!
2.
La moto arranca y partimos. Atravesamos el río Quevedo por el puente Velasco Ibarra: miro por última vez sus aguas terrosas. Fernando Hidalgo Nistri, ese soberbio historiador, me contó que antaño, cuando el rio era la principal vía de comunicación con Guayaquil, los cocodrilos abundaban. Hoy deben sobrevivir a duras penas en algún recodo y si tienen memoria, recordarán cuando eran los dueños y señores de aquellas aguas.
El siguiente punto de nuestro itinerario es Ventanas. Allí deberemos tomar la ruta hacia Echandía y Guanujo. Son nombres cargados de historia pues eran los lugares por los que atravesaba la antigua vía que unía la Sierra con la Costa. Era el obligado camino de los viajeros, de los que partían y los que querrían llegar a Quito y a otras ciudades de la serranía, de los comerciantes, de los misioneros, de los exploradores y de los insurrectos de cualquier bandera y de las tropas que los perseguían, también de los indios que huían de las haciendas serranas. El ferrocarril la convirtió en una vía secundaria. Es una ruta marcada por la historia.
No bien salimos de Quevedo, la señal del GPS se esfuma, Google maps enloquece y sin señales en la carretera, nos perdemos. De pronto nos encontramos con una sorprendente autopista de tres carriles por lado y con un amplia área central en la que los campesinos de la zona secan el cacao. Google maps se activa y nos informa que debemos retornar. Nos envía por un camino de tercer orden lleno de baches. Recuerdo que en la jornada anterior, antes de Pichincha (Manabí), nos encontramos con un personaje que era parte del Ecuador del pasado: el tapahuecos. Sí, allí estaba con su pala, esperando que algún auto se aproximara para poner algo de tierra en el más profundo de los baches y a cambio pedir unas monedas para parar la olla, para beberse una cerveza o un currincho si es que el día ha sido bueno. El tapahuecos, representante del Ecuador profundo, suple la desidia del Estado en todos sus niveles.
Es una cultura en alza. Todo esto se da en el contexto de una institucionalidad pública permeada por la corrupción (a todo nivel) bajo el mando de una «clase política» infame. Las señales de la peste ya están a la vista y vamos en camino de convertirnos en un narco y corrupto Estado
Nuevamente estamos perdidos. Un motociclista nos ayuda e indica el camino. Debemos retornar. Seguimos sus instrucciones sin mucho éxito. Finalmente, un par de muchachos que esperan un autobús nos da el mejor consejo:
—¡Sigan a la flota, a esa de color rojo!
Así hacemos y el autobús que rebaza con mucho el límite de velocidad para el trasporte público nos enrumba hacia nuestro destino. Un borroso cartel indica que nos encontramos cerca de Las Naves. Decidimos tomar esa ruta. Me llama la atención ese nombre: me imagino que proviene de los grandes galpones donde se almacenaba el caucho y el cacao. ¡Especulo! La vía de Las Naves a Echandía (nombre de origen vasco de un prócer de la independencia) es un camino secundario en muy buen estado, corre entre cacaotales y atraviesa pequeños poblados con nombres evocadores: Chacarita, Gavilanes, Los Ángeles. ¡Por fin, Echandía! Nos merecemos un descanso. Lo que viene es un sinuoso camino de montaña que asciende desde los 500 mts nsm, hasta los 3000 mts nsm.
Dejamos atrás los cacaotales, también las chacras sembradas con banano, yuca y cítricos. Es un camino exigente que demanda toda nuestra atención. Curvas y contracurvas muy cerradas. Felizmente no encontramos tráfico. Ya en lo alto nos detenemos a mirar las profundas abras de la cordillera en su caída a la Costa. Me viene a la memoria un verso de ese gran poema de César Dávila Andrade, El faquir, Espacio me has vencido.
Espacio, me has vencido. Yo sufro tu distancia.
…
Amo tu infinita soledad simultánea,
Tu presencia invisible que huye su propio límite,
Tu memoria en esferas de gaseosa constancia,
Tu vacío colmado por la ausencia de Dios
3.
Ingresamos a Guanujo, cuya historia se remonta a la Colonia. Para Fernando que, a nivel del mar, tiene el espíritu de un albatros, la serranía no es su ambiente. Yo disfruto de un breve recorrido por la plaza central de la pequeña ciudad, con sus árboles y palmeras añosas y sus casas tradicionales.
Decidimos enrumbarnos hasta Salinas de Bolívar, la famosa por los quesos, embutidos y chocolates y sobre todo porque es la prueba de que otro Ecuador es posible. La carretera trascurre por pequeños valles de un verde luminoso, intenso, fresco, rodeado de pinares. Lamentablemente, Salinas está en obras y las calles intransitables. Además, la moto de Fernando necesita combustible. Es cerca de las dos de la tarde. ¿Seguimos? ¿Vamos a Guaranda? Nos informan del lugar en que venden gasolina. Una mujer con su pequeña hija nos atiende y podemos seguir en la ruta a pesar de que a la moto de Fernando comienza a fallar por la altura.
Tomamos el camino de El arenal que antaño era la ruta de contrabandistas de trago y de cuatreros. Es de terracería. Recorremos un breve trecho y de pronto descubrimos el Chimborazo en todo su esplendor. Es una regalo a los ojos, también al corazón y a la memoria. ¿Cuántas veces lo he visto? Vamos directamente hacia él. No lo perdemos de vista ni por un instante. Pasamos Pachancho. Fernando va al frente, yo lo escolto. Ni Fernando ni yo tenemos experiencia en caminos destapados de manera que conducimos despacio y con prudencia. De pronto, como en cámara lenta, veo como se levanta una nube de polvo mientras la moto de Fernando derrapa, Fernando cae. Instantes después estoy junto a él. Le ayudo a incorporarse y a llevar la moto a un lado del camino.
—¡El brazo! —me dice. Sus palabras y la expresión de dolor en el rostro lo dicen todo.
El viento sopla y levanta pequeños remolinos de polvo. Sin el ruido de los motores, el silencio nos rodea. El Chimborazo está tan cercano y a la vez tan lejano. El viaje o la aventura nos enseña un nuevo rostro.
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