
Cortázar afirmaba que la memoria no nos pertenece. Reproduzco su frase: «Jamás deberíamos hablar de nuestra memoria, porque si algo tiene es que no es nuestra: trabaja por su cuenta, nos ayuda engañándonos o quizás nos engaña para ayudarnos».
La memoria de la peste me lleva sin transición alguna a Daniel Defoe y su archiconocida novela La vida y las increíbles aventuras de Robinson Crusoe. Es una novela con miles de ediciones impresas, audiolibros, e-books, dibujos animados y un considerable número de películas. Un dato curioso: Luis Buñuel, el extraordinario director de cine español, filmó una versión mexicana de Robinson Crusoe en 1954. Luego vinieron otras versiones.
La primera vez que supe del personaje fue a través de un libro ilustrado de tapa dura y papel grueso y áspero. Estaba fabricado para niños con «manos de hacha»: como las mías, por supuesto. Había muchos de esos libros en casa de mis primos; entre otros: Mujercitas, de Louisa May Alcott, y Corazón, de Edmundo de Amicis. Era una especie de cómic con dibujos muy elementales. No me entusiasmó pues prefería los cómics de verdad, en especial los de El Llanero Solitario y su inseparable amigo Toro. Había una razón más de fondo: Un náufrago que vive en soledad y que hace su vida de tal forma que nada le falta, no competía con mi propia soledad de niño y adolescente.
El camino del cómic y del cine hacia el libro es inusual. La imagen es poderosa. Sabía quién era Robinson Crusoe y sus aventuras, también conocía de Viernes, pero nunca había leído la novela. No es el único caso en que los personajes literarios y sus aventuras son conocidos sin que se haya leído un párrafo de las obras en que cobraron vida. El caso más emblemático es el del Quijote.
¿Se puede vender a alguien que ha sido un leal compañero? En Robinson Crusoe no existe el menor asomo de solidaridad. Es el interés egoísta más allá de cualquier consideración. Es el individualismo extremo en que se forjó la modernidad occidental
Con la falsa imagen de una novela de aventuras, intenté nuevamente leerla. Todo funcionó bien hasta el episodio en que Robinson cae en manos de piratas y es convertido en esclavo en Salé. Escapa de ahí con Xuri, un joven esclavo moro, que lo ayuda a sobrevivir. Son rescatados por un barco portugués. En ese momento surge el Robinson que representa a cabalidad el espíritu de la época. El capitán le pide que le venda a Xuri. En un comienzo Robinson se opone, pero luego llega a un acuerdo y lo vende a cambio del compromiso del capitán portugués de dejarlo en libertad «después de diez años». ¿Se puede vender a alguien que ha sido un leal compañero? En Robinson no existe el menor asomo de solidaridad. Es el interés egoísta más allá de cualquier consideración. Es el individualismo extremo en que se forjó la modernidad occidental.
Robinson llega a Brasil donde se dedica a la agricultura. Convertido en un rico agricultor, decide con otros «plantadores (…) aparejar un barco para enviarlo en busca de esclavos negros, los mismos que en forma secreta serían desembarcados y repartidos (…) en sus propias plantaciones». Una tormenta arroja por la borda las ambiciones de Robinson, a quien podemos llamar el negrero clandestino. A lo largo de la novela vivirá algunas crisis de conciencia acicateadas por el peligro o por la soledad, que lo llevarán a «ocuparse regularmente de Dios y de la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras». Sin embargo, entre sus culpas no están ni la venta de Xuri —de quien se acordará cuando necesita de brazos que lo apoyen en su tarea— ni el esclavismo. De no haber naufragado Robinson Crusoe, se habría convertido en un traficante de esclavos para Brasil. Es la respuesta a una pregunta inevitable que me hago siempre que leo: ¿Qué habría sucedido sí…? La historia obliga a otras lecturas.
Entre la fracasada empresa esclavista y la muerte de Charles Floyd hay una cuerda que tensa la historia. Hoy que Estados Unidos arde como reacción al asesinato de un afroamericano en manos de la Policía, es inevitable ver en la famosa novela de Defoe, el espíritu que une el racismo con el colonialismo, en el cual la esclavitud era un hecho natural y en el que la compraventa de hombres era parte de la economía. Entre los innumerables críticos de la novela de Defoe destaca James Joyce, quien afirmó que «El verdadero símbolo de la conquista británica es Robinson Crusoe». La mentalidad de Crusoe, más allá de sus aventuras, está presente en el supremacismo blanco del que Trump se ha convertido en su más alto representante.
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