1.
Veo cómo Fernando derrapa en la curva y cae. Me detengo. El silencio nos rodea. También la soledad del páramo en El Arenal y la incertidumbre. Todo transcurre en cámara lenta, al igual que la caída. Felizmente hay señal de celular y hacemos las primeras llamadas pidiendo ayuda. Los lugares más cercanos son Guaranda y Riobamba. Fernando tiene un buen amigo en Riobamba que nos apoya con la logística de emergencia. Debemos esperar. En eso, un joven indígena en una moto Trail nos ayuda; me comenta que es de Pachancho. Una pareja, también de la zona, nos ayuda. En la soledad de El Arenal encontramos una inesperada solidaridad. Son las gentes de un país que todavía es capaz de tender la mano a quien lo necesita.
La pareja del auto, cuyos nombres no retengo, llevan a Fernando hacia Riobamba. Me quedo solo. Hace frío en esta tarde en que el Chimborazo me provoca la ilusión de que está al alcance de la mano. Soledad y silencio rotos por los vehículos que circulan por la carretera. Alguno se detiene, los pasajeros bajan y se fotografían teniendo como fondo el magnífico nevado. El tiempo pasa lentamente. Espero y hago votos para que los amigos que vienen de Guaranda lleguen antes del anochecer. No podría conducir en la noche. Además, me inquieta la situación de Fernando.
2.
Recuerdo las veces que estuve en El Arenal. Era el antiguo camino por el que transitaban arrieros, contrabandistas de trago que escapaban de los guardias de los estancos, y cuatreros. También por allí transitaron Manuel Cornelio, dirigente de la Runacunapac Yachana Huasi, y sus compañeros de Simiatug y los huasipungueros de Talahua, con José Pio Fabicela, en los años ochenta, durante el conflicto agrario en la hacienda Talahua. Fue el último gran conflicto agrario que sacudió la Sierra Central. Por esos desolados parajes también anduvo el joven Luis Macas, que después sería el líder histórico del movimiento indígena y, también, los mishus, los amigos entrañables con los que compartimos momentos claves de nuestras vidas, entre ellos Walter Sartoreto.
El viento que forma pequeños remolinos en la tierra agita también el fondo de los recuerdos, de la vida vivida, de los amores y desamores, de las amistades que se perdieron en el camino y que eventualmente retornan en los sueños, en las horas que transcurren sigilosas o al son de una canción de antaño que de pronto escuchamos.
3.
Llegan los amigos que llevarán la moto de Fernando hasta Riobamba. Puedo partir. Retomo el camino con dirección a Riobamba. Tomo el carretero hacia Riobamba, vía San Juan. Luego de lo de Fernando, extremo los cuidados en el manejo. Las alpacas pastan al borde de la carretera y alguna puede cruzar de improviso. Además están los baches de todos los tamaños y profundidades. Más allá de eso, la tarde me obsequia un espectáculo único: el Chimborazo a mi izquierda, al fondo el Tungurahua y el Altar. Unas pocas nubes se desplazan en un cielo intensamente azul. Me detengo. No hay palabras para describir las sensaciones que me embargan. Hace unos días visité la exposición de paisajes de Luis A. Martínez (1869-1909), un extraordinario paisajista, en el Museo de la Casa de la Cultura. Miguel Molina Díaz escribió un artículo sobre esta exposición en El Universo, recomiendo su lectura. Allí están los nevados que él pintó con singular maestría y que se muestran a mi vista.
El viento que forma pequeños remolinos en la tierra agita también el fondo de los recuerdos, de la vida vivida, de los amores y desamores, de las amistades que se perdieron en el camino y que eventualmente retornan en los sueños, en las horas que transcurren sigilosas o al son de una canción de antaño que de pronto escuchamos
4.
¡Riobamba! ¡Riobamba! La ciudad escenario de mi novela Vientos de agosto, una ciudad que se perdió en el pasado, una ciudad que renació y es otra ciudad, radicalmente extraña. En un tiempo ya perdido, llegaba a la antigua casa de los Cabrera, una casa con paredes de tapial, anchas y generosas, con el patio interior en el que crecía una higuera. Ya todos se han ido. La casa se vendió. Las ventanas se convirtieron en puertas de pequeños negocios. Debo acudir a César Vallejo para lidiar con mis sentimientos:
Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.
/…/
Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,
y al fin dirá temblando: «Qué frío hay... Jesús!»
y llorará en las tejas un pájaro salvaje.
Me encuentro con Fernando en la clínica. Le han colocado el húmero en su sitio y, aunque hay evidencia de una fisura en la cabeza del hueso, se encuentra de buen humor. Me tranquiliza escucharlo. Conversamos sobre la caída. Nada puede cambiar lo sucedido. El hubiera no existe. Nos despedimos. Fernando ya tiene una nueva historia para sumar a las ya numerosas que ha narrado de sus viajes alrededor el mundo, como aviador, y que publica regularmente en FB. La que ha tenido en moto es, tal vez, única. Regreso al hotel, estoy agotado. Debo continuar el viaje en soledad y, necesariamente, acortarlo.
5.
Muy temprano me dirijo hacia Penipe, un hermoso pueblo en las orillas del río Chambo. Si algún día toman esa ruta, prueben las tortillas de maíz asadas en piedra, el platillo tradicional del lugar. Se suceden Puela, Palitahua y Capil. De acuerdo con lo que muchas veces escuché de mi abuela en las conversaciones hogareñas, allí, en esas lejanías, en los valles encajonados al pie del Tungurahua se refugiaron los derrotados soldados españoles luego de la batalla de Tapi. Los Olivo, Casco, Balseca, Merino son apellidos comunes en esos lugares.
No sé por qué lo hice, pero me enrumbé hacia Capil, la extinguida hacienda de la abuela. Se han sucedido décadas sin visitar aquel lugar. La antigua casa está en escombros. Miré la huerta o lo que queda de ella, que era el orgullo de mi abuelo: los líquenes y otras plantas parásitas dominan las ramas de los manzanos, los duraznos y los árboles de nuez; también las altas palmeras que adornaban el camino de acceso del que nada queda. Husmeo el desastre del tiempo. Enmudecido, abrumado, me siento en una piedra. El corazón quiere escapar de mi pecho cuando escucho las risas que aún flotan en el aire, las voces de los niños que juegan en algún lugar del evanescente pasado; o cuando veo el rostro de los mayores: todos ya se han ido, han dejado libre el camino para que yo cobre la lúcida conciencia de la muerte. El eco del río de aguas frías y cristalinas me acompaña. Es una adiós. «Al lugar donde has sido feliz no deberías volver», dice Sabina en una de sus canciones.
6.
Un nuevo camino une aquellos lugares con Pelileo y Ambato. El encanto de los caminos secundarios desaparece y enfrento el riesgo de la Panamericana, mitad autopista, mitad avenida. Finalmente Quito. Es un tambo donde descansar antes de retornar a Bahía.
La carretera Quito-Bahía de Caráquez por Puerto Quito me es conocida. Es un día ideal para viajar en moto. Un cielo despejado me acompaña. Poco tráfico para ser domingo. Me detengo en un pequeño y agradable sitio llamado Valhal. Me atiende una joven mujer, muy atenta. Pido un café y un sándwich. Los helados son la especialidad del lugar. Mientras preparan el pedido, conversamos. Una pareja australiana ha comprado el negocio. Les gusta el país y han decidido radicarse en Ecuador. El café es delicioso y el sándwich, en pan casero, espectacular. Me despido y continuó el viaje.
¡Bahía! Llego al atardecer. El sol es una enorme bola de fuego. El mar resplandece con tonos que van de un azul profundo, que se transforma en rojo y, por último, en el blanco de la espuma de las olas al romper. Jaque Mate, mi gata, me recibe con marcada indiferencia. El viaje ha concluido.
7. Epílogo
El martes llamé a mi hermano Leopoldo, experimentado viajero que ha recorrido sobre dos ruedas buena parte de nuestro continente. Le cuento de mi breve viaje de novato, del café y el sándwich en Valhal.
—El domingo que estuviste allí, por la noche un grupo de maleantes entró al lugar y asesinó al dueño.
—¿Al australiano? —pregunto deseando que no sea verdad.
—Sí —responde.
Un crimen a mansalva pues no hubo resistencia ni un intento de defensa. Los asesinos huyeron. Días después el feminicidio de María Belén Bernal en la Escuela Superior de la Policía, el centro de formación de la institución encargada de velar por la seguridad de los ciudadanos. Es el otro país que crece, incontenible.
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