
I.
Bahía, ciudad antigua, fundada en marzo de 1628, vive un lento y aparentemente implacable declive desde que dejó de ser el segundo puerto más importante de Ecuador, del que se exportaba café, cacao, tagua y madera hacia Europa. Como testimonio quedan las fotos de los vapores que anclaban frente a la ciudad. La construcción del puerto de Manta cercenó las posibilidades de continuar siendo una referencia para el comercio internacional por mar. Región privilegiada en recursos naturales, en los años ochenta, el cantón Sucre que abarcaba todo el norte de Manabí, desde Charapotó hasta Pedernales, fue el escenario del primer gran boom del camarón. Bahía fue una referencia en política, economía, cultura y turismo: una pequeña ciudad sobresaliente en la costa del Pacífico.
En este contexto, el presidente Durán Ballén (1992-1996) tuvo el proyecto de convertir a Bahía en una especie de Cartagena de Indias del Pacífico y destino privilegiado de la élite y de las clases medias de Quito y la Sierra norte. La ciudad recibió un nuevo impulso: se invirtió en infraestructura incluyendo el aeropuerto, hoy abandonado, de Los Perales, San Vicente, y se construyeron buena parte de los edificios que caracterizaban a la línea costera (skyline) de la ciudad. En gran medida el proyecto fue una intervención externa, vinculado a las élites locales, a servicios ocasionales y al comercio de víveres durante los cortos períodos vacacionales. ¿En qué medida Bahía, la ciudad, continuaba con su cotidianidad al margen de lo que acontecía en los edificios ocupados ocasionalmente por los visitantes?
Concluido el Gobierno de Durán Ballén, el país entró en el conocido ciclo de inestabilidad política a partir del ascenso y derrocamiento de sucesivos gobiernos. A los problemas derivados de política nacional, se sumó una serie de eventos desastrosos. En los últimos años de la década de los 90 Bahía fue duramente golpeada por el fenómeno de El Niño (1997-1998), el sismo de agosto del 98 y la crisis económica por la mancha blanca, que afectó la producción camaronera. La suma de estos eventos provocó la masiva migración de mujeres y hombres a EE.UU., especialmente a Charlotte, en Carolina del Norte y hacia otras ciudades ecuatorianas. Simultáneamente, se desplazó el interés turístico por Bahía hacia otros lugares como Casablanca y alrededores, a lo que se sumó el creciente turismo hacia destinos internacionales. Con los cambios en las preferencias Bahía dejó de ser el centro de referencia de los viajeros de la Sierra norte del país.
En las conversaciones informales y recurrentes sobre el pasado de bienestar también se señala que los hijos de las élites de la ciudad, al no existir una universidad (hoy ya existen extensiones de tres universidades) optaron por enviar a sus hijos a estudiar en Guayaquil, Quito y fuera del país. Pocos regresaron. Bahía se convirtió en el esporádico lugar de encuentro y despedidas de los grupos de amigos y de familiares, para luego sobrellevar aquellas despedidas y retornar a una cotidianidad con limitadas opciones.
La ciudad sobrevivió a duras penas y debió enfrentar, en soledad, una lenta e incompleta reconstrucción. Como símbolo de lo que la ciudad había sufrido, el esporádico visitante se encontraba con el edificio semidestruido de un proyecto icónico de turismo en la modalidad de tiempo compartido, Club del Pacífico.
Seis años y medio después del terremoto, quien camina por la ciudad puede observar los numerosos lotes vacíos en los que antes había viviendas. Son los testigos de lo que las familias y la ciudad perdieron. Sin embargo, también puede disfrutar de las obras visibles de la reconstrucción.
II.
El sismo de abril 2016, además de un número importante de víctimas, acabó con buena parte del patrimonio arquitectónico de la ciudad y la sumió en un nuevo ciclo de crisis. Otra vez la migración se hizo presente. Manta y especialmente Portoviejo hicieron del sismo una oportunidad para impulsar cambios urbanos. Bahía lo hizo en mucho menor escala, a pesar de haber sido, después de Pedernales, la ciudad más afectada en proporción a su población e infraestructura urbana. Por diversas razones, no se supo aprovechar la cooperación nacional e internacional que llegó en su momento.
El tiempo ha pasado. La desoladora estructura del Club del Pacífico, que sobrevivió al último terremoto fue ―final y felizmente― derrocada como parte de las obras de reconstrucción de la ciudad y en el espacio que quedó libre funcionan canchas deportivas. La mayoría de los edificios que sobrevivieron al sismo han sido reconstruidos; queda uno que otro a la espera de que las autoridades locales tomen una decisión sobre su destino final. Seis años y medio después del terremoto, quien camina por la ciudad puede observar los numerosos lotes vacíos en los que antes había viviendas. Son los testigos de lo que las familias y la ciudad perdieron. Sin embargo, también puede disfrutar de las obras visibles de la reconstrucción como el nuevo malecón que da al estuario con sus pequeños boliches que ofrecen café y algún pastelillo tradicional; y, de las calles de cielos limpios gracias al soterramiento de los cables de electricidad.
Si ahora Bahía se recupera es debido en gran medida al esfuerzo de sus ciudadanos, de las autoridades locales, de la iniciativa privada y de un limitado apoyo de los gobiernos.
Hoy Bahía vive grandes dilemas. Las decisiones que tomen las autoridades que serán electas en el 2023 serán cruciales. Bahía es una ciudad bicéfala. Por un lado, se encuentra la ciudad antigua, por llamarla de alguna forma, consolidada desde una perspectiva urbana y con servicios que funcionan aceptablemente, y la nueva ciudad, que crece a pasos agigantados y con una boyante actividad económica: es la parroquia urbana de Leonidas Plaza y que años atrás era la vivienda de numerosas familias de pescadores. Son evidentes las diferencias y las tensiones entre estas dos realidades urbanas en una misma ciudad. No es un caso único, es la realidad de las urbes modernas. Sin embargo, se debería prestar atención a una política que tienda a equilibrar de alguna manera las desigualdades entre la antigua y la nueva ciudad. Existen otras tensiones: Bahía es la capital del cantón Sucre, que tiene por los menos dos polos: las parroquias rurales de San Isidro y de Charapotó. La primera es el eje de una importante zona agrícola y ganadera, sitio arqueológico poco estudiado y con una infraestructura urbana consolidada; la segunda es el corazón de una productiva zona arrocera, de las extensas playas de San Jacinto, San Alejo y San Clemente, donde además se asienta un número significativo de pescadores artesanales y una importante salina de propiedad comunal. Las necesidades de estas parroquias rurales son múltiples. Su histórica falta de atención es fuente de malestar social y político.
Junto con esos problemas de larga data y que configuran el territorio del cantón Sucre, Bahía ciudad tiene otro gran reto, el económico: ya no es puerto, no es una ciudad industrial, como Manta, no es el corazón de un área agrícola ni ganadera. Queda el turismo. ¿Qué turismo? Es un tema de debate. No creo que pueda competir con el tipo de turismo del modelo Canoa, Montañita o Atacames (bares, música a toda hora y a todo volumen nutriendo la fiesta perpetua), que tiene sus adeptos. El entorno no da para eso. En algún momento escuché que se podrían instalar casinos (con los cambios legales respectivos) y convertir a la ciudad en una especie de Viña del Mar. Con una institucionalidad tan frágil y una economía ilegal en auge como la que caracteriza al país, los riesgos de una iniciativa de este tipo son altos. ¿Es posible otro modelo de turismo en el norte de Manabí? En esta dirección opera esa gran iniciativa llamada Iche, restaurante y escuela de gastronomía, liderada por Orazio Belettini, que tiene estándares internacionales. En perspectiva, la iniciativa Iche busca potenciar la rica tradición gastronómica de Manabí, convertirla en una referencia internacional y organizar un corredor gastronómico. Orazio Belettini está demostrando que no es un sueño imposible.
Por último, Bahía, San Clemente, Canoa se han convertido en lugares de residencia de jubilados, nacionales y extranjeros, especialmente estadounidenses y canadienses. El sismo ahuyentó a muchos, pero han retornado. Es un grupo de edad que demanda servicios de salud (el hospital atenderá próximamente), atención especializada, una ciudad que controle la inclemente contaminación sonora, con facilidades para el tránsito peatonal, con educación ciudadana y ambiental y, con normas que proporcionen un entorno favorable y seguro, es decir una ciudad amigable para todos los grupos de edad, para los bahienses, para los nuevos residentes que vienen de fuera y para los visitantes. ¿Será posible?
Grandes retos, escasos recursos y una falta de visión de futuro son los escollos que se deberá enfrentar no solo el cantón Sucre y específicamente Bahía, sino también el vecino cantón San Vicente.
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