
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Si hacemos caso de las proyecciones electorales de algunos operadores mediáticos de los posibles candidatos a presidente para 2021, vamos a tener que importar votantes. Porque las cuentas simplemente no cuadran: entre el 55% de intención de voto que le atribuyen a Nebot, el 35% para cualquier candidato indígena y el 25% de Lasso, no queda residuo ni para los votos blancos.
La manipulación de las proyecciones electorales nos retrotrae a unos escenarios que, siendo menos volátiles que el actual, reventaron los sondeos. Los errores de bulto de las encuestadoras han sido una constante desde 2011, cuando el Gobierno ganó la consulta popular gracias a una grosera imposición del método de conteo de votos. De ahí en adelante cada elección ha terminado en la total desolación de los incautos. La célebre foto de las caras largas conque la dirigencia de Alianza PAIS afrontó la derrota de 2014 fue la muestra más patética de esta incongruencia entre expectativas y realidad.
No obstante, la mayoría de las fuerzas y analistas políticos sigue aferrada a los oráculos de personajes que fungen de pitonisas de oficio.
Hay más perspectivas en ser una fuerza social que interpele, fiscalice y controle al poder de turno que en convertirse en un burócrata funcional al sistema. Por eso la derecha siempre alienta una salida exclusivamente electoral a los conflictos sociales. De este modo restringe la energía de la democracia.
Mal presagio porque, adicionalmente, la incertidumbre que envuelve al Consejo Nacional Electoral no asegura ni transparencia ni racionalidad en los próximos comicios. Los últimos escándalos destapados evidencian una explosiva mezcla de ineptitud, negligencia y mala fe. En esas condiciones, las encuestas servirán más para justificar el caos que para orientar las estrategias electorales.
El paro de octubre demostró que hay iniciativas sociales políticamente más potentes que un triunfo en las urnas. La presión en calles y plazas nos remite al viejo concepto de la democracia como un fenómeno público por excelencia. Es decir, a la célebre ágora de los griegos. O, en términos más actuales, a la ciudadanía sobreponiéndose a la formalidad institucional del Estado.
Mal harían los movimientos sociales en sacrificar esa forma de poder democrática y legítima en aras de la parafernalia electoral. Esta ha sido el terreno predilecto de los poderes convencionales. No solo porque allí se mueven con soltura y solvencia, sino porque logran debilitar la capacidad de movilización de los sectores populares.
Hay más perspectivas en ser una fuerza social que interpele, fiscalice y controle al poder de turno que en convertirse en un burócrata funcional al sistema. Por eso la derecha siempre alienta una salida exclusivamente electoral a los conflictos sociales. De este modo restringe la energía de la democracia.
Y en ese contexto, las pitonisas electorales cumplen un rol fundamental.
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