
Sergio solo tenía 16 años. Vivía en Bogotá, ciudad tan parecida en muchos aspectos a nuestro Quito. Era alto y espigado, se definía, clara, precoz y rotundamente, como gay, anarquista y ateo. Usaba redes sociales y escribía en Whatsapp, como cualquier muchacho de su generación. Todos sus profesores, con excepción de los deshonestos que nunca faltan en ningún lugar, le reconocían como estudiante talentoso. Estaba por graduarse de bachiller. Un adolescente normal, diría yo.
Estudiaba en un pensionado católico, de esos que en nuestro medio crecen como hongos tras la lluvia en estos tiempos de neocuruchupas disfrazados de izquierdistas, de esos que en el país vecino llevan el nombre genérico de Gimnasio. De esos a donde no entra la Policía con perros a buscar drogas, supongo que porque en instituciones tan decentes, pulcras y correctas no hay necesidad.
Una mañana de mayo de este año, en una requisa estilo Gestapo, un profesor del "gimnasio" católico y exclusivo encontró en el celular de Sergio una foto en la que se besaba con otro chico, un compañero de banca llamado Danilo. Y ardió Troya: muy metidos en su papel de inquisidores de barrio, los profesores del colegio católico arremetieron en contra del joven, con un ejército de sicólogos, "orientadores" y, por supuesto, de abogados.
Tremendo despliegue de brutalidad organizada contra un muchachito indefenso, alejado de sus padres, completamente solo, para empujarlo a la cárcel y la muerte. Llamadas enérgicas a comparecer ante la sicóloga del colegio, con gesto ceñudo y argumentos de seudociencia moralista. Escándalo de los padres de Danilo que, convencidos de la perversión de Sergio, han recurrido al infaltable tinterillo para que concurra ante la Fiscalía para denunciar "acoso sexual", usando las leyes equivalentes colombianas de nuestro pudoroso Código de Niñez y Adolescencia. A ver si, de una vez, lo meten preso unos 50 años o le atormentaban con un juicio penal unos cinco por lo menos. A ver si, así, escarmienta, pues ya se sabe que esa gente cree que hay que hacerle pensar a los demás en sus pecados, atormentarles un poco y, si no se rinden, indultarles cristiamente a ver si así no lo vuelven a hacer. Como pensaba García Moreno: ¿para qué esperar al juicio de Dios si ellos están aquí para castigar a los demás?
Sobre Sergio se levantó el titán de la intolerancia ignorante que salpica los sistemas educativos de la región. El titán de la homofobia impúdica de gente que cree que, porque regenta una institución privada, está más allá del bien y del mal. Pequeños monarcas de derecho divino, que creen que ha sido el mismo Dios quien les ha nombrado rectores. Luis XIV de Francia no estaría más convencido del origen providencial de su poder sobre los indefensos.
Al pequeño Sergio Urrego le atormentaron de todas las formas posibles. Tanto las autoridades de su colegio, cuanto los padres de su novio. Y la arremetida del Titán aplastó al chico, llevándolo al suicidio.
Sin salidas, sin encontrar comprensión y esperanza en quienes debieron dárselas, Sergio Urrego decidió suicidarse, a principios de agosto pasado. Caminó en medio de la noche hacia un mall, hacia uno de aquellos centros comerciales que forman parte de la cotidianidad de los jóvenes. Escaló hasta la terraza. Y desde ahí saltó hacia la eternidad, sin arrepentirse de haber sido un ateo, anarquista y homosexual que apenas vivió 16 años. Pidiendo como Nietszche que no dejaran, en su funeral, que un predicador de aquellos dijera mentiras ante su cadáver.
Antes de saltar, Sergio había escrito: “Mi sexualidad no es mi pecado, es mi propio paraíso. Hoy espero lean las palabras de un muerto que siempre estuvo muerto, que caminando al lado de hombres y mujeres imbéciles que aparentaban vitalidad, deseaba suicidarse, me lamento de no haber leído tantos libros como hubiese deseado, de no haber escuchado tanta música como otros y otras, de no haber observado tantas pinturas, fotografías, dibujos, ilustraciones y trazos como hubiese querido, pero supongo que ya puedo observar a la infinita nada.”
El centro comercial donde ocurrió la tragedia se llama Titán. En su terraza, desde donde Sergio vió por última vez las luces y los cerros de su Bogotá, queda el enigma del moralismo institucionalizado en nuestros países. Quedan las Constituciones huecas, que prohíben solemnemente la discriminación por orientación sexual, mientras los funcionarios de nuestros seudo estados laicos se fundamentan en la Biblia con fervor de musulmanes en guerra santa para dictar sentencias, legislar y gobernar.
Queda el enigma de las cacareadas "inclusiones", que se representan en los libros de textos con discapacitados en los dibujitos, pero que en la práctica son incumplidas por los educadores, tanto del Estado, cuando de sistemas privados que invocan fueros medievales para hacer, palabras más o menos, lo que les da la gana con los alumnos.
Queda el enigma de leyes moralistas, instrumentadas por abogados corruptos, usadas para perseguir, solapadamente, a los miembros de las minorías sexuales.
¿Cuántos Sergios hay en el Ecuador? ¿Cuántas historias de dolor como esta se han escrito en nuestro sistema educativo? ¿Hasta qué punto el sistema educativo es solo el reflejo -hoy más que nunca- de los valores de las clases políticas emergentes, esas que amenazan con renunciar si alguien les cuestiona sus dogmas?
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