
El sujeto es su sexualidad, en cualquiera de sus formas y en todas sus expresiones. No se trata, en consecuencia, de una cualidad añadida al sujeto y, menos todavía, de una función determinada cuyo objetivo primordial sea la reproducción. Si la sexualidad define al sujeto eso quiere decir que su función no se inicia de modo alguno con los denominados ejercicios de la sexualidad y que se concentran sobre todo en el hecho de la reproducción en el que la mujer ocupa un lugar real y simbólico absolutamente primordial.
En Occidente, la historia de la sexualidad comienza con el acento puesto en la reproducción y con el debilitamiento de sus sentidos placenteros y gozosos. De hecho, en la doctrina cristiana, la perfección de la sexualidad se logra mediante la anulación del goce y el ejercicio de la función reproductiva sin control alguno, pues todo intento de regular, por ejemplo, la natalidad, atenta en contra del destino único legalmente estatuido de la sexualidad que es la reproducción. Ese era el pensamiento de san Pablo reflejado en sus cartas a la comunidad cristiana de Roma en las que pide a los hombres huir de los placeres de la sexualidad y a las mujeres no contraer matrimonio salvo que les sea absolutamente imperativo hacerlo. En estos casos, mantenerse castas es una condición indispensable para sostener una vida virtuosa que les asegure la salvación eterna y el cielo como recompensa.
Por ahí andarían los orígenes de esa dicotomía entre sexo y sexualidad, entre una sexualidad destinada a la reproducción y una sexualidad proveedora de placer y goce. De ninguna manera es llover sobre mojado volver al carácter imperativo de la función hedónica de la sexualidad que contradice el discurso que se centra de manera propositivamente primordial en el hecho reproductivo. Es lo que en estos últimos días ha aparecido en los espacios sociales cuando, desde los lugares de poder, se desea educar en sexualidad a las nuevas generaciones. Una educación surgida de esta dicotomía y dirigida a prevenir el embarazo en la adolescencia mediante la abstinencia, tal como se ha predicado en Occidente cristiano a lo largo de los veinte últimos siglos. Una dicotomía, por otra parte, que atenta en contra de los derechos de las mujeres y también de los hombres.
Desde luego que las nuevas generaciones requieren no solo de información adecuada sobre la sexualidad sino también de múltiples recursos que les permitan vivirla de manera gratificante y sin los riesgos de los embarazos no deseados o quizás también inadecuadamente deseados, y por cierto de algunas graves enfermedades sexualmente transmitidas.
Es necesario reconocer y aceptar que la cultura es eminentemente sensual y que no cesa de realizar llamamientos, casi imperativos, a lo erótico, lo placentero y lo gozoso. ¿Es posible acaso una propuesta educativa que no lo tome en cuenta o que propositivamente lo oculte?
Quizás sea fácil armar una propuesta educativa desde los prejuicios y también sobre la base de estereotipos. El estereotipo es una construcción armada con creencias, mitos y prejuicios y que, sin embargo, es tomada como verdad casi incuestionable. Señala series de creencias y expectativas que unos grupos mantienen sobre otros, por ejemplo, los adultos sobre los adolescentes, los que ostentan poder frente a sus supuestos o reales subalternos, los que saben frente a quienes han sido calificados de desconocedores. Los estereotipos viven del mimetismo para fascinar y dominar. Es, pues, necesario ubicar y analizar los estereotipos cuando se trata de planificar acciones a favor de los adolescentes. Para no pocos, posiblemente sea más fácil permanecer en los pasados ideológicos antes que emprender la ardua tarea de investigar para tratar de entender la complejidad de la contemporaneidad a la que pertenecen los actuales embarazos de las muchachas.
Quizás el primero y más grave de todos los estereotipos sea el pensar, creer, afirmar que el poder, en cualquiera de sus formas, está siempre hecho de sabiduría. Desde ahí, todos sus enunciados se tornan incuestionables. Por ejemplo, afirmar que todas las adolescentes embarazadas no desean ni su embarazo ni su hijo. Desde luego que la adolescencia no es la mejor época para la maternidad. Sin embargo, algunas adolescentes, desde sus propios deseos, han decidido ser mamás, incluso en soltería. Por lo mismo, no es justo para ellas que se las incluya en una regla sostenida en una violencia que se esconde tras el disfraz de sabiduría. Otro estereotipo: la adolescente embarazada es un mal ejemplo para sus pares. En algunos casos, incluso se toma al embarazo como una enfermedad altamente contagiosa. Ello justificó que las estudiantes embarazadas sean separadas del colegio, casi como manzanas podridas que iban a dañar el hermoso cesto de las otras buenas muchachas. ¿La peor enemiga de una mujer es otra mujer? Tal vez sí, sin que ello disminuya en lo más mínimo la ancestral y cruel violencia causada por los hombres.
También se dice que los chicos ya no exigen la prueba de amor porque todas las chicas están siempre deseosas de hacer el amor. Ni siquiera se ha analizado en todo su valor de dominación una demanda construida desde el poder. No es cierto que todas las chicas y a cualquier edad deseen hacer el amor a la primera propuesta. Por el contrario, muchas lo hacen presionadas por todo tipo de amenazas, en especial, la amenaza del abandono que es la que más pesa cuando se ama, cuando a lo mejor se han puesto en la canasta de la relación todos los afectos. Pese a los cambios, la prueba de amor sigue siendo una estrategia vigente.
Los chicos las embarazan y luego no quieren saber nada de su chica. Por cierto, esta es una tendencia, pero no la norma. Muchos adolescentes se unen a su chica y hasta se casan porque lo desean, porque aman a su chica y porque desean la paternidad. Un grupo importante de chicos y muchachas es obligado a casarse. De hecho, se habla poco del drama de los muchachos y de las chicas convertidas en esposas y esposos, en mamás y papás sin saber nada de nada, en plena edad de los interminables vuelos imaginarios en los que los deseos y lo placentero constituyen punto de partida y de llegada.
Educar en sexualidad no es una expresión unívoca. Y ahí radica precisamente la necesidad de que las propuestas que se enuncian pasen todas por los espacios de las discusiones teóricas, de las reflexiones de carácter social, antropológico, psicoanalítico. Quizás la primera condición para que un serio proceso educativo sea eficiente y eficaz no sea otra cosa que el reconocimiento de la mujer en su complejidad, en su deseo y en su libertad. Reconocer una sexualidad en medio de una erótica social a ratos desbordante. Temas complejos que no se resuelven ni con decretos ni con propuestas ciertamente equívocas.
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