
El poeta Paúl Puma, después de veinticinco años de trabajo, sigue aportando en la línea más experimental de nuestra lírica. Muestra de ello es uno de sus últimos libros, Sharapova, que obtuvo el segundo lugar en los Premios de Pichincha. El título alude a la tenista rusa María Sharapova, también conocida como Masha o Queen Masha, quien es el tema central de un grupo de textos que se despliegan como cartas del autor a la tenista. Casi como si de las devotas cartas de un fan se tratase. Sin embargo, más que un homenaje, lo que Sharapova nos entrega, tras su lectura, es la reivindicación de cómo las obsesiones que envuelven a un autor pueden transformar todo lo que hay en el mundo en materia poética. Es la prueba de lo que puede la palabra poética alcanzar dando rienda libre a un impulso, poniendo incluso en jaque la reflexión de que la poesía y la ficción no pueden hermanarse.
Se trata de un poemario arriesgado en cuanto a su tema: la figura de la tenista rusa y sus momentos más importantes. Aunque tampoco la voz se detiene solo en aquello. El autor también imagina o utiliza a Sharapova como una excusa para poder desplegar otras obsesiones personalísimas con la literatura rusa. Es así como el libro y la poesía van elevándose mutuamente gracias a una verdadera nostalgia obsesiva con la figura central del poemario, abriendo otras capas de sentido. También es de este modo como Puma consigue hacer un libro de poemas que, al mismo tiempo, pueda ser leído como una ficción literaria. Amurallado además por una poesía que repudia acomodarse en cantos simples del vivir cotidiano.
Como dramaturgo, Puma conoce el poder de las máscaras. Y desde Los versos animales, publicado en 1996, donde poetizó el tortuoso romance entre los poetas Rimbaud y Verlaine, ha venido plasmando una obra atravesada por distintos personajes que conectan con sus inquietudes. Pienso, por ejemplo, en Eloy Alfaro Híper Star y Guamán Poma de Ayala. Todos estos libros son ejercicios de una gran intertextualidad y de una gran imaginación histórica.
Me pregunto si la obra de Paúl Puma es leída por las nuevas generaciones como se merece. Si acaso la excesiva publicidad al trabajo de otros poetas, menores pero inflados por el poder que acumula Quito desde la academia, la gestión burocrática y la prensa cultural, evitan que su obra se propague con libertad. Si se difunde, si se debate. En fin: si se discute esa lírica en congresos ecuatorianos de literatura. Si después de más de dos décadas su obra llega a manos de nuevos poetas para ser transformada en otra cosa. La transformación es el movimiento drástico al que todo buen arte debe aspirar como finalidad.
Sin embargo, entiendo que a veces el destino de nuestra literatura más arriesgada (en forma y/o espíritu) es la de quedar al margen de una literatura oficial que se dictamina como tal desde los altares de la academia. Así ahora dichos académicos se apuren a renunciar al canon, tornándose «progres», y hablando de un contracanon nacional fundado, por supuesto, por ellos mismos. El chiste se cuenta solo.
El poeta Paúl Puma, después de veinticinco años de trabajo, sigue aportando en la línea más experimental de nuestra lírica. Muestra de ello es uno de sus últimos libros, Sharapova
Sin embargo no puede taparse el sol con un dedo. Por eso la importancia del surgimiento de lectores jóvenes y desprejuiciados, al igual que de un puñado de críticos comprometidos con la literatura y no con las argollas literarias, para que ocurra mayor ventilación literaria en un país donde las militancias, desde hace algunos años, lo justifican absolutamente todo: tanto la corrupción en el sector público como en los premios literarios. Echando al tacho esa necesidad de un escenario donde la nueva poesía ecuatoriana pueda ser revisada en su amplitud, sin sesgos ideológicos ni bajo el falaz escudo de la amistad.
La verdad es que desde Hugo Mayo, pasando por autores como David Ledesma y Nieto Cadena, lo que ha venido fomentándose desde el centralismo es una especie de tradición del descarte. Tradición que lleva ya algunas décadas. Tradición que solo cambia de clanes, pero que se mantiene en su deseo de concentrar un falso poder literario.
Encima de este despropósito, hoy habría que sumar el miedo que existe a hablar por cuenta propia; o la necesidad de hablar demasiado bien de una obra de la que aquellos, que mueven los hilos de la cultura, aprueban desde sus respectivos púlpitos. Poemarios de nuevos autores con prólogos de cinco páginas que hablan de una genialidad que no la consiguieron ni Pizarnik ni Pound, a tan corta edad.
Quizás, en ese sentido, sea saludable que un poeta como Puma se quede al margen del oficialismo. Si ése es el oficialismo, claro está. Por suerte, sus libros dan cuenta de una obra novedosa que se instala en esa rara tradición que Puma refunda gracias a su visión particular de los trabajos de Alfred Jarry y Antonin Artaud. Ciertamente, a ratos, el Teatro del absurdo y el Teatro de la crueldad parecen fusionarse en sus versos descarnados e hilarantes hasta desembocar en aguas más zarandeadas, más convulsas, por donde cruza siempre a nado el fantasma salvaje y vivo del neobarroco latinoamericano.
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