
El Ecuador es el ejemplo más literal de lo que significa un Estado Fallido. El abuso de poder, la conspiración torpe, la corrupción sistémica nos caracterizan políticamente desde que nacimos al mundo como nación. Tenemos una vocación romántica de refundación cíclica y retórica que inmediatamente se convierte en una olla de grillos, e indefectiblemente termina en catástrofe política y económica. Hurgamos en los liderazgos redentores a una circunstancia y dejamos de lado la tarea de construir conciencia colectiva.
Preferimos ser reactivos que activos, y nos convencemos de que somos espectadores indignados, incapaces de reconocer la condición de rehenes en nuestra desgracia. Desde la clase política, hasta el temible gremio del volante; desde la burocracia corrosiva, a la iglesia omnipresente o la tutela militar; desde el populismo pusilánime a la plutocracia bancaria; los grupos de poder, reciclan infinitamente la imposibilidad de consolidar un Estado sólido con lugar digno para todos. La telenovela correísta no es la primera, ni es la peor y de cada uno de nosotros depende que sea la última. De este ciclo no puede salir ninguno impune, no pueden quedar ni las cenizas de la cleptocracia y sus padrinos corporativos. A quienes toca esa responsabilidad histórica deben entender que aquí se acaba, pero es tarea de la ciudadanía exigir que así sea y, sobre todo, de asumir la responsabilidad de construir el principio de ese fin.
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