Se veía venir el carácter represivo del régimen desde la Constitución del 2008, un texto de 444 artículos en los que la palabra autoridad aparece más de 200 veces. En las leyes que se emitieron en los años siguientes, también ese fue el concepto eje sobre el cual giraba toda comprensión legislativa y tronaba el veto presidencial. Así, florecieron en pocos años, docenas de autoridades nacionales: del agua, de la salud, de la educación, de la energía, de la cultura, de todo y en todo, como figuras omnipresentes que ejercen la rectoría del sistema, es decir norman, regulan y controlan todas las actividades que en su ámbito fueren. Autoridades que dejaron extramuros a la sociedad y gobernaron sus reinos intocables como señores feudales abanderados incondicionales y obedientes de su Rey.
Se entiende que tales autoridades máximas tienen igual calibre de responsabilidad sobre el encargo que deciden aceptar; por eso, el juicio político es la posibilidad cívica de observar el cumplimiento cabal de esa misión. Cada vez que el minúsculo Consejo Administrativo de la Legislatura, CAL, cierra el paso a una interpelación, envía un mensaje fatal: la autoridad es un poder sin responsabilidad. Mensaje que rebota como bala perdida en cada ángulo del Estado y termina incrustándose en la médula de una sociedad sin derecho ni a preguntar.
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