
Psicóloga por la Universidad del Azuay y PhD en Salud Colectiva, Ambiente y Sociedad por la Universidad Andina Simón Bolívar. Es investigadora y académica.
Si mi útero hablara, pararía el mundo, la iglesia, el Estado. Los obligaría a escuchar sus historias. Por ejemplo, la de cómo fue mutilado nada más con la firma de la expareja mientras paría. Bastó un consentimiento ajeno para dejarlo roto, trunco, incapaz de dar vida, como una vasija hueca. Contaría de cómo al despertar se supo arrancado para siempre, propiedad de otro que decidió por ella, por sobre ella y con amparo de las leyes. Si ella hablara, contaría cómo en adelante se sintió una mujer incompleta, insuficiente, media mujer quizás, con tan solo 29 años. Contaría de todo el tiempo que le tomó buscar las costuras, la fuerza y el valor para tejerse de vuelta.
Contaría que la medida fue impuesta por su pareja como castigo a su excesiva fertilidad, que era un estorbo innecesario para un hombre como él, un hombre que no estaba dispuesto a usar anticoncepción. Narraría con tristeza los dos abortos inducidos por el miedo y la coerción. Lloraría los recuerdos de la sangre, el dolor y las infecciones de los procedimientos clandestinos que fueron el único recurso al que pudo acceder en un Estado laico. Contaría de sus conversaciones con la muerte, de lo cerca que la acarició cuando la sepsis se tomó cada célula y tejido uterino.
Han pasado más de cien años desde las primeras conmemoraciones del día de la mujer en el mundo, y todavía, si nuestros úteros contaran sus historias, el mundo pararía.
Contaría de todas las veces que fue invadido pese a decir NO con firmeza y con llanto hasta quedar paralizado. Hablaría de las impunidades, no solo de las judiciales, porque las que más le duelen son las impunidades sociales. Abriría el incómodo reclamo de la complicidad social frente al sexo no consentido cuando viene de la pareja o la expareja, porque al parecer el límite es delgado y la palabra propia no cuenta, aunque el NO sea radical. También interpelaría a las familias y a los silencios encubridores cuando el abuso llega en la infancia o en la adolescencia y es mejor “tapar” el escándalo de violencia sexual para evitar la vergüenza pública.
Si mi útero hablara, explicaría cómo nunca tuvo siquiera derecho a sentir dolor, porque a los pocos días de ser cortado debía hacerse cargo de la cocina, los pañales, la casa y el trabajo remunerado. Nos daría una lección básica de la relación entre la producción y la reproducción en el capital, porque su capacidad de dar vida fue siempre un estorbo improductivo y las licencias de maternidad resultaron un privilegio desconocido, inaccesible.
Han pasado más de cien años desde las primeras conmemoraciones del día de la mujer en el mundo, y todavía, si nuestros úteros contaran sus historias, el mundo pararía. Tendría que detenerse frente a todo el horror que se perpetúa enraizado en el patriarcado y los valores cristianos, no le quedaría alternativa. Si nuestros úteros son los que paren vida, exigimos que paren las inequidades, la violencia, la explotación y la muerte. ¡Que este 8 de marzo paremos todas!
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