
«La civilización industrial es excrementicia». En otras palabras, la civilización moderna es una mierda.
Lo de excrementicia se lo debemos a Moravia (1967) quien utiliza ese concepto para describir la situación de una sociedad que ha transformado el consumo, o sea el excremento, en su doctrina existencial y ha terminado, como dice Cortina, convirtiendo el consumo en la esencia humana del siglo XXI.
Si tuviéramos que premiar el desarrollo evolutivo del hombre y su tendencia a la “peoría”, la medalla de bronce le correspondería al Homo faber, la de plata al Homo ludens, la de oro al Homo sapiens y la de plástico al Homo consumens; es decir, al consumidor, cuya función no se reduce al consumo de cosas, sino también al de cultura e ideología.
El consumidor pertenece a la familia de los anélidos. Tiene cabeza, intestino y ano, cuya importancia no radica en su cabeza o en su cola, ni responde a categorías geográficas de norte o sur, sino en su capacidad y posibilidad de consumo.
Ese individuo, según Moravia, es un gusano básico, una lombriz que se alimenta de basura, cuyas funciones se reducen a ingerir, digerir y defecar. «La cantidad de excremento expulsado por el consumidor es, efectivamente, la mejor prueba de que el consumidor ha consumido».
Lo que para las ciudades modernas es la producción y el consumo, lo es para las casas modernas la cocina y el retrete. Las ciudades consumen lo que las fabricas producen y no muy lejos, de preferencia en la periferia, «descargan las inmundicias, los detritos, los escombros». Compartimos el mismo proceso: comprar, utilizar y desechar.
Harvard Review of Latin American Studies dedicó todo el Vol. XIV a nuestra perfeccionada habilidad para convertir en “arte” y excremento lo que tocamos. Si tomamos como referencia una persona de nivel medio y que viva unos 78 años, de acuerdo a National Geographic en “La huella ecológica del hombre”, producirá durante toda su vida unas 40 toneladas de basura. Unos más, otros menos. Comerá 4 cabezas de ganado bovino; 21 ovejas; 15 cerdos; 1.200 pollos. Defecará 6.316 libras de excremento y utilizará 4.239 rollos de papel higiénico. Empleará 1.000.000 de litros de agua y 37 frascos de perfume. Esto, sin contar con otros cientos de productos que comprará y desechará. Multiplicado por los más de siete mil millones de personas, siguiendo la lógica Moraviana, nuestra mierda sobrepasa a la Humanidad
Pero nuestra capacidad de consumo no se reduce a productos, consumimos también cultura. La cultura se ha reducido al teatro, al cine, la radio, la TV, los periódicos, los libros, etc. Es una producción imparable de basura cultural a las que el consumidor se encuentra expuesto. Los omnívoros consumidores culturales se encuentran continuamente desnutridos porque no tienen tiempo para asimilar los cambios culturales que se producen y reproducen a niveles incontrolables. La cuestión es llevarlo a un estado de adormecimiento racional y mecanización de sus facultades operativas para reducirlo al mínimo de la expulsión.
Para explicar este descontrolado “embrutecimiento cultural”, Barash (1987) utiliza la metáfora de la liebre y la tortuga. La tortuga es la biología y la liebre la cultura. En algún momento, cree Barash, la liebre se alejó del proceso natural y fue capaz de evolucionar por sí misma, de reproducirse, de mutar y desarrollarse más rápido que cualquier sistema natural.
Aunque para algunos, la palabra cultura tiene que ver con la música clásica, la pintura, los programas educativos televisivos, etc., para Barash no, es más amplia y esencial. Podríamos vivir tranquilamente sin los conciertos de Paganini, pero sería imposible sobrevivir sin cultura. O sea, sin las diversas extensiones de nuestro cuerpo y sin los símbolos y significados extrabiológicos. Para Barash, la cultura es la suma total de todas las formas de vida que practica una comunidad. Formas que cambian de manera tan agresiva e incesante que hace difícil adaptarse y distinguir entre la animalidad y la especificidad humana. La diferencia radical entre la cultura y la biología radica en que la evolución biológica funciona mediante la selección natural (darwinismo), mientras que la evolución cultural progresa por la herencia de caracteres adquiridos (lamarckismo).
También consumimos ideologías. Si el león tuviese conciencia -escribe Adorno en su Dialéctica negativa- su ferocidad ante el antílope que desea comer seria ideología. Pero el concepto es bastante problemático (Geuss, 1981), así que seré más preciso: consumimos ideologías políticas. Ese tipo de ideologías que “persuaden a los hombres y mujeres a confundirse mutuamente de vez en cuando por dioses o por bichos” (Eagleton, 1995).
En el juego de la persuasión, el opresor más eficaz, más carismático, más provocador y confrontador es el que “convencerá a sus subordinados a que lo amen y se identifiquen con su poder”. La identidad, como dice Adorno, es la forma primaria de toda ideología.
Cuando alguien dice: «Trabajadores del mundo, uníos; no tienen nada que perder más que sus cadenas», es una completa tergiversación de la realidad y una burla del sentido común que puede llevarles a perder la vida. No hay ideología que diga: “les vendo algo que no necesitan”, siempre dirán: “les vendo algo sin lo cual nuestros planes político-ideológicos, así como el futuro de la patria y el suyo no podrán existir”; es decir, venden un programa de sumisión política, en donde la únicas ideas válidas y legítimas son las que trascienden sus propias ideologías.
Mediante esta bochornosa transgresión conceptual e inconsistencia cotidiana, los sujetos políticos han cruzado la barrera de la insolencia por la estupidez.
Una sociedad que se ha perfeccionado en el despilfarro cultural y sumisión ideológica, bajo la pomposa racionalidad de la eficiencia y el progreso técnico, ha hecho de su propia irracionalidad su razón de ser (Marcuse, 1993).
La función de la razón es promover el arte de la vida y contra lo que se oponga no hay opción más que luchar. Para “vivir”, para “vivir bien” y para “vivir mejor”. De hecho, dice Whitehead en La función de la Razón:“el arte de la vida consiste, primero en estar vivo; segundo, estar vivo de manera satisfactoria; y tercero, lograr un aumento de esa satisfacción”. Cosa que una sociedad especializada en el excremento no puede ofrecer, porque esa idea se ha reducido a programas político-ideológicos y ubicado en la medida de lo procurable, pero no en los hechos. Porque ha funcionado como un gestionador del status político-racional circunstancial y ha humanizado la represión al punto de que la intimidación y el miedo se han convertido en argumentos vitales para la involución de la vida política.
Entonces, cuando se intenta eliminar mediante supuestos mecanismos racionales la posibilidad de “vivir”, “vivir bien” y “vivir mejor” por la sumisión y cuando pensamos que debemos matar hasta cierto punto nuestra vida para lograr que lo consumido valga por sí mismo, es porque la razón esta en el mismísimo excremento, o sea, en la mierda.
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