
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Dejemos de lado por ahora el tema del jugoso negocio de las políticas represivas del Estado. En una investigación realizada por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP) existe abundante información al respecto. Ahí se revela un cruce de intereses entre las empresas proveedoras de insumos y las autoridades de los gobiernos centrales y seccionales. Todos parecen llevar su parte en las enormes contrataciones públicas.
Lo que realmente debe preocupar a la ciudadanía es la perversa tendencia a justificar las medidas policiales para controlar a la sociedad. En la vieja lógica de prevenir o contrarrestar los eventuales desbordes de la protesta popular, los gobiernos manifiestan una irresistible tendencia a aplicar mano dura. Atacar los efectos es la mejor estrategia para desentenderse de las causas.
El tema de la inseguridad empata a la perfección con esta visión represiva de la política. Hay momentos en que la delgada línea que divide a la represión social del combate a la delincuencia se difumina, se borra. A fin de cuentas, la misma policía se encarga de manejar ambos fenómenos. Por eso, justamente, la Ley de uso progresivo de la fuerza resulta tan ambigua: no se sabe con certeza si está destinada a combatir al crimen organizado o a reprimir a los movimientos sociales
En la práctica, el asunto de la seguridad se vende mejor que el de la represión. Frente a las elecciones que se avecinan, varios candidatos y candidatas han ingresado en una competencia desaforada por ofrecer todos los recursos bélicos posibles para enfrentar a las bandas criminales y al narcotráfico. Piensan que pistolas, granadas y chalecos antibalas multiplican los votos.
Como en una ficción cinematográfica, pretende resolver un problema geopolítico –el narcotráfico– con veinte camionetas y cien robocops. O, al menos, pretende convencer a su electorado de que así debe proceder la principal autoridad del puerto principal.
La alcaldesa de Guayaquil, por citar el ejemplo más sonado, acaba de montar un espectáculo que no por ridículo deja de ser preocupante. En un despliegue digno de una película de ficción, envía un mensaje completamente desconectado de la realidad. Como en una ficción cinematográfica, pretende resolver un problema geopolítico –el narcotráfico– con veinte camionetas y cien robocops. O, al menos, pretende convencer a su electorado de que así debe proceder la principal autoridad del puerto principal.
En el fondo, de lo que se trata es de posicionar el discurso de la securitización, un neologismo acuñado a partir de los años 80 del siglo pasado y que no es más que la propensión de los gobiernos a construir Estados policiacos. Frente a los descalabros socioeconómicos provocados por las políticas de liberalización extrema de la economía, la solución nace de la fuerza; no para proteger la vida de los ciudadanos, sino para asegurar la reproducción del capital.
Hace medio siglo, en una de sus célebres clases magistrales, Michel Foucault señalaba que el concepto moderno de seguridad se desarrolla en el siglo XVIII, frente a la necesidad del Estado de controlar la creciente sobrepoblación de las ciudades. No solo había que regularizar el funcionamiento del espacio urbano; había que neutralizar las explosiones sociales derivadas de la extrema pobreza de miles de hacinados.
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