Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Hasta finales de los años 70 era inconcebible que un mandatario ecuatoriano visitara la China comunista. Los alineamientos geopolíticos eran drásticos: a nosotros nos correspondía un lugar específico –y casi inamovible– en el esquema de los poderes globales. Salirse del libreto impuesto para los países occidentales periféricos podía acarrear un ostracismo letal.
Deben ser más de dos décadas desde que se suprimió de la nomenclatura cotidiana el adjetivo comunista con el que se designaba a ese país. Hoy, la China es la China y punto; un país capitalista en toda regla, con el cual todo el mundo quiere hacer negocios. A fin de cuentas, es la primera potencia comercial del planeta.
Resulta imposible entender la lógica política del mundo sin referirse al comercio. El viejo esquema de la guerra fría, que marcó el siglo XX, se terminó de diluir con la integración de la China a los circuitos capitalistas globales. La confrontación entre dos modelos (uno del Este, basado en la economía centralizada y planificada desde el Estado, y otro del Oeste, basado en el libre mercado) ha cedido el paso a una despiadada competencia entre bloques y potencias capitalistas. La política ha quedado convertida en la continuidad de los negocios por otros medios.
Contra toda suposición, el presidente Lasso, un claro representante de la derecha empresarial y, por ende, amigo natural de los Estados Unidos, está apurando la suscripción de acuerdos comerciales con China y México, dos países aparentemente antagónicos de los gringos. La explicación es simple: el comercio mundial tiene el cetro.
Hay, sin embargo, un factor que imprime una diferencia de fondo en este escenario. Se trata de las gigantescas corporaciones que operan detrás de las formalidades políticas y jurídicas. Nadie sabe a ciencia cierta qué intereses o agendas estatales representan. Además de ser anónimas y omnipresentes, su composición accionaria refleja una diversidad indescifrable. ¿Son empresarios italianos los dueños de la FIAT, o empresarios japoneses los dueños de SONY, o empresarios gringos los dueños de KELLOG, por citar únicamente ejemplos al azar? ¿Responden las políticas de las grandes potencias a los intereses nacionales de sus empresas emblemáticas, como ocurría hasta hace medio siglo, o responden a unos lineamientos estratégicos establecidos por gerencias corporativas sin bandera ni identidad cultural?
Es cierto que la negociación y suscripción de los acuerdos comerciales se realiza entre Estados (o grupos de Estados, como en el caso de la Unión Europea). Pero la operatividad de estos acuerdos está en manos de las corporaciones transnacionales que controlan el comercio global. Por eso hay que dudar cuando un mandatario apela a los intereses del país para justificar la apertura comercial indiscriminada. ¿De qué beneficios concretos está hablando? ¿De las microeconomías familiares y comunitarias o de las grandes empresas?
Contra toda suposición, el presidente Lasso, un claro representante de la derecha empresarial y, por ende, amigo natural de los Estados Unidos, está apurando la suscripción de acuerdos comerciales con China y México, dos países aparentemente antagónicos de los gringos. La explicación es simple: el comercio mundial tiene el cetro.
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