
Docente de la Universidad Andina Simón Bolívar. Trabaja en Letras, género y traducción.
Lucas tenía 5 años e iba a un colegio internacional privado, muy respetado en Quito. Hace dos años, sus padres notaron señales de abuso sexual en su conducta. El testimonio de Lucas les confirmó que su hijo había sido víctima de su profesor de natación.
Le creemos a Lucas*. ¿Por qué no dudamos? La psicología y los campos de estudio de abuso infantil y violencia coinciden en puntos que es fundamental comprender para enfrentarnos a una historia tan desoladora como esta. Comprenderlo es la diferencia entre destruir la vida de un niño o contribuir a rehacerla. Lo que los expertos llaman “valoración de la credibilidad” de un testimonio está dada por entrevistas, pruebas de distinto tipo y por parte de varias personas.
Honrar la voz de los niños es saber reconocer también que hay verdad en su palabra. Los niños no suelen inventar historias de abuso sexual: no tienen suficiente información para crear detalles y, sobre todo, saben que tienen mucho que perder. Un niño que está por contar una historia de abuso sabe que puede ser castigado, porque eso es lo que les hemos enseñado; sabe que podrá ser apartado de su agresor, que puede ser de su familia o un ser querido. Los niños saben esto, y las víctimas son siempre quienes más tienen que perder.
También hay signos inequívocos en casos de abuso infantil. La conducta sexual durante el juego o saber demasiado sobre sexo a una edad en que no es común debe ser señal de alarma para el entorno del niño. No contar de inmediato sobre un abuso tampoco es señal de que se trate de una fantasía: el miedo y las amenazas hacen que las víctimas callen por meses o años, no solo en el caso de los niños.
Lucas sufrió abuso de su profesor de natación dentro de su plantel. Este es el testimonio de, Paulina, su madre: “Mi hijo fue a jugar a casa de un amigo y quiso reproducir un acto sexual con él. La madre me informó de la situación y eso nos permitió hablar con mi hijo, que le contó a su padre en sus propias palabras que su profesor había abusado de él. Luego lo golpeó y lo amenazó con matar a su padre si Lucas decía algo, le dijo que era un niño malo.” Lo que le ha salvado la vida a Lucas es que sus padres le creyeran. Un proceso duro e interminable empezaba para toda la familia. Lucas sabía que su papá “podía morir”, y de todas maneras decidió contarle lo que la había pasado porque sabía que le habían hecho daño. “Lucas empezó a orinarse en la cama, se despertaba gritando y con pesadillas.”
Los padres de Lucas denunciaron en 2015 ante las autoridades del plantel que su hijo había sufrido abuso sexual. El colegio se vio en la obligación de realizar la denuncia ante la DINAPEN. La familia, dice su madre, entraba en el espiral del proceso legal: Fiscalía, pruebas para Lucas en cámara Gesell, reconocimientos. Lucas identificó varias veces a su agresor: en persona, en fotografías y en la cámara.
La investigación duró ocho meses. Lo que le llama la atención es que el colegio no separó al acusado de la institución, según Paulina. “Durante los meses de investigación el profesor siguió dando 'clases azules', que son viajes fuera de la ciudad. Siguió estando solo con los niños aun luego de la denuncia”, relata. El argumento de las autoridades es fácil de suponer: se trata de un buen colegio, de “buen nombre”, un plantel seguro: “Eso no puede pasar aquí”.
No puede pasar: lo que hemos escuchado por siglos porque es preferible dudar de un niño que desmontar todo un sistema que encubre la violencia. Y como suele pasar en estos procesos de encubrimiento más o menos deliberado de la violencia, Paulina y su esposo fueron desprestigiados para restarle valor a su palabra. “Me di cuenta de que la gente se guía por la conveniencia y por el poder, fue muy duro constatar esto.” Si no bastara la palabra de los padres de Lucas, en la sentencia del caso aparecen tres psicólogas que confirman que Lucas sufrió abuso sexual por parte de un profesor de su escuela.
Al contrario de las autoridades del plantel, a criterio de Paulina “Fiscalía y DINAPEN actuaron debidamente. Tras las pruebas en cámara Gesell el acusado fue detenido y trasladado a una prisión en Quito en abril de 2015”, afirma Paulina. Lo sorprendente es que salió libre sin debido proceso y no cumplió siquiera con los 90 días de la etapa de investigación.
El día 22 de noviembre de 2016 tuvo lugar la audiencia final de este caso. Tres jueces encontraron culpable de abuso sexual al profesor de natación de Lucas. Fue condenado a 22 años de prisión. Las entidades involucradas en el proceso, dice Paulina, actuaron con independencia. “Nosotros le creímos a mi hijo, el Estado le creyó a mi hijo, los jueces le creyeron a mi hijo, los fiscales le creyeron. Ese día, cuando volví a la casa, les conté a mis hijos que habíamos ganado porque todos le habíamos creído a Lucas.” Al mismo tiempo, continúa, esto no constituye un acto de reparación para su familia, que pagó un precio muy alto durante este proceso. La sentencia es contundente y afirma el delito del profesor, constan las evaluaciones de varias psicólogas.
“Te creí tanto que fui hasta las últimas consecuencias”, le dice su mamá a Lucas. Me pregunto cuántos de nosotros podemos decir esto cuando escuchamos el testimonio de alguien que amamos y detenemos nuestra vida para desmontar la violencia que lo aplasta en el momento en que sufre un abuso. Para creerle a alguien es necesario desmontarlo todo, porque el mundo en que vivimos está hecho para encubrir la violencia.
Tanto los profesores como los padres de familia se inclinaron por la versión oficial del colegio, me cuenta Paulina. El caso se sofocó y la versión de la familia fue deslegitimada, lo que resulta muy inquietante cuando todos los otros niños de la escuela podían estar en el mismo peligro que Lucas. Si fuera que el espíritu de cuerpo de los profesores o el espíritu de clase de los padres de familia se impuso por sobre el testimonio de Lucas, habría todo un orden social legitimando la violencia, que es siempre inconveniente y obliga a revisar esos pactos, ya sean de clase, de poder o de gremio. Es mejor dejar todo como está, no escuchar. Así mantenemos el status quo y la violencia que allí subyace.
Tras todas las pruebas a las que tuvo que someterse, Lucas, con toda la sabiduría que tiene un niño, dijo que lo que más quería era que le creyeran, porque sabía que le habían hecho daño. “Los abogados defensores del agresor me acusaron de ser una mala madre por enseñarles de sexualidad a mis hijos: por decirles que nadie los puede tocar en sus partes íntimas.” Si hemos tenido la suerte de que nuestros padres nos enseñen a proteger nuestro cuerpo desde que somos pequeñas, sabemos que no son unos pervertidos, sino que nos estaban protegiendo justamente de abusos como éste.
Al rastrear al agresor de Lucas, la familia de Paulina encuentra el año pasado fotos públicas en su perfil de Facebook. El sentenciado por abuso sexual aparece en una celebración de fin de año junto a las asambleístas Gabriela Rivadeneira y María José Carrión. Son relaciones que no se pueden obviar porque son relaciones de poder. Al mismo tiempo, hay que recordar el certificado de honorabilidad que Rivadeneira emitió contra un acusado de violación en Otavalo, y no olvidamos el caso Glas Viejó. Ante esto, no se puede dejar de mirar que este gobierno se ha convertido en protector del abuso sexual. No solamente que los casos de abuso no son aislados, sino que están protegidos por el poder cuando ese poder tiene vínculos con los agresores. Eso hace la violencia más aplastante todavía.
El día jueves 2 de febrero tendrá lugar una audiencia de apelación del sentenciado en la Corte Provincial y lo representa Caupolicán Ochoa, abogado personal del presidente de la República. “Nos preguntamos cómo un profesor de natación ha gozado de tanta protección y tiene acceso a un equipo de abogados tan poderoso”, dice la familia de Lucas. ¿A quién conoce el sentenciado en el mundo de la educación o del poder para contar con protección de este nivel? “Nosotros no quisimos hacer de esto un caso político, mi familia se destruyó después de esto, para mí es la vida de mis hijos. Pero son ellos quienes lo han hecho político con estas acciones”, insiste Paulina, rebasada por este giro.
Cuando nos convertimos en testigos de la violencia, depende de nosotros en dónde situamos a la víctima, cuánto nos importan su posición, su palabra y su integridad. Lucas sufrió abuso sexual a los cinco años, era un niño muy pequeño. La misma violencia la están viviendo ahora mismo niños mucho más desprotegidos que él, niños igual de privilegiados y niños en todos lados. “No puedo dejar de pensar en otras mujeres que no pueden enfrentarse a esto”, dice Paulina. No todas las víctimas pueden, pero sí tenemos que creerles, y sólo después preguntar, cuestionar si queremos. Pero primero tenemos que escucharlas y creerles. Tenemos que aprender a no dudar de antemano por el terror de escuchar, por la negación, por la comodidad. No es nada fácil.
El colegio en donde sucedió esta agresión tendrá que explicar sus criterios para tratar este tema, es la obligación que tienen todas las escuelas y colegios privados, más aún si se cuentan entre los mejores reputados de la ciudad. Recordemos cómo el ex ministro de Educación Augusto Espinosa se lavó las manos en el caso del asesinato de Valentina Cossíos Montenegro, que murió dentro de su escuela. Nadie se hizo responsable. No nos importa si es de buen o mal gusto exponer estas historias. Más importantes que las apariencias son las vidas que las instituciones educativas tienen la obligación de proteger. Una vida estuvo en peligro, ya fue dañada. Formémonos una opinión sobre esto, preguntemos y discutamos, pero primero, antes que todo, creamos en la palabra de las víctimas.
*Se han cambiado los nombres.
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