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17 de Diciembre del 2019
Ideas
Lectura: 14 minutos
17 de Diciembre del 2019
Andrés Ortiz Lemos

Escritor y académico.

Tener alas
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Una madrugada Lorenzo Orestes decidió obedecer una última orden de Raúl Castro. Despegó de las costas de Florida y atravesó el mar volando a dos metros de altura, para evitar que los radares puedan detectarlo. Los pescadores que lo vieron pasar no daban crédito a sus ojos. ¿Quién era aquel demente que volaba sobre debajo de las gaviotas? ¿Qué podía mover a una persona para emprender una locura de ese tipo?

Lorenzo Orestes peleó una guerra que consideraba justa. Cuando el Ejército sudafricano, impulsado por una agenda racista, invadió Angola, no lo dudó. Estaba convencido de que el régimen del apartheid y su oscura mitología de razas superiores debía ser confrontado. Piloteó un MiG para la Fuerza Aérea cubana, en misiones particularmente peligrosas. Sus manos, bien versadas en el álgebra de las nubes, y su sangre particularmente fría le permitieron eliminar objetivos con la precisión de un cirujano. Años después, en tiempos de paz, el piloto sudafricano Arthur Douglas Piercy, derrotado por Orestes en un combate aéreo sobre las montañas africanas, buscaría al rival que logró derribarlo con el secreto afán de estrechar su mano. Aquel combate extraordinario los unió en un abrazo vital de ozono y tormenta.

Orestes nunca dudó en cumplir una misión que consideraba correcta, pero siendo hombre de convicciones vitales, jamás tuvo temor de resistirse a las ordenes injustas. Lo cierto es que más allá de los ecos de una guerra que lo había transformado, y fuera de los honores y privilegios que una posición de héroe en combate le otorgaba, Orestes nunca dejó de cuestionar las particularidades de su propio país. Cuba era una dictadura. Mientras los miembros del partido y los líderes políticos disfrutaban de incontables privilegios, el grueso de la población sufría hambre y represión, en el mejor de los casos. Para los rebeldes y los críticos estaban reservadas la tortura y la cárcel.

Las condiciones en la isla secuestrada bajo el imperio de los Castro se volvían cada vez más difíciles. En algún momento, mientras sorteaba los vientos a nueve kilómetros de altura, Orestes se dio cuenta que las alas no eran aquellas placas de aluminio que sujetaban su avión, sino un concepto mayor, vital, arquetípico. La libertad. Bajo la dictadura comunista Lorenzo no era libre. Durante algunos años esa situación no alteró significativamente su equilibrio. De todas formas, era un soldado y estaba entrenado para resistir condiciones de guerra. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo y sus hijos crecían, el aviador tuvo que tomar una decisión que garantice la libertad de los suyos.

Una mañana, el piloto no soportó más los abusos, las amenazas y la represión. Dirigió su MIG, aquella sofisticada nave de guerra soviética, hacia las costas de los Estados Unidos. Su radio no reflejaba las frecuencias del continente, y tuvo que hacer toda suerte de acrobacias para evitar que la defensa aérea norteamericana lo despedace. El plan era simple y desesperado. Su deserción generaría un impacto público masivo que ayudaría a traer atención mundial sobre las brutales condiciones del pueblo cubano. Aturdidos por verse en todos los noticieros del mundo, los políticos castristas no tendrían más remedio que dejar ir a la familia del piloto, viéndose obligados al mismo tiempo a cuestionar la arquitectura represiva del régimen, favoreciendo de ese modo las condiciones de otros miles de familias que deseaban alejarse de la tiranía.

El plan de Orestes funcionó, parcialmente. Logró aterrizar en Florida sin ser derribado y recibió la protección de los Estados Unidos. Los noticieros de todo el mundo transmitían las imágenes de aquel joven aviador que prefirió arriesgar su vida ante el sistema de defensa aérea más avanzado del mundo, que permanecer en una sociedad donde se elogiaba a la esclavitud como un valor patriótico.

Pero algo salió mal. Los Castro anunciaron que no dejarían salir a la esposa y los hijos de Orestes. Ellos se quedarían para recibir las consecuencias totales de la afrenta. Los niños estaban destinados a llevar sobre sus hombros el estigma perpetuo de enemigo del pueblo, y a su esposa lo más probable es que le esperase la cárcel, los interrogatorios y las torturas.

Lorenzo agotó instancias internacionales, pidió la mediación de figuras públicas mundiales. Pero todo fue inútil. El aparato de propaganda socialista se movía mucho más rápido de lo que él había imaginado. La dictadura marxista tenía muchos amigos en Occidente. Intelectuales, artistas y políticos defendían las mieles de la sumisión socialista acomodados en sus espacios de privilegio. Muchos no eran más que tontos útiles de las dictaduras minimizando las acciones desesperadas de aquellos que habían tenido que huir de la isla.

El tiempo pasaba y el mundo se olvidaba de él y su familia. Finalmente, como una profecía oscura, Raúl Castro hizo una declaración pública: "si Lorenzo Orestes quiere tanto a su familia, que venga él mismo a buscarlos", dijo en son de burla, para risa y regocijo de varios admiradores de la dictadura en todo el mundo.

Pero la frase despectiva de Castro, lejos de amedrentar a un tipo que había participado en guerras aéreas y conocía la adrenalina de derribar un avión supersónico en pleno vuelo, lo único que hizo fue decidirse.

Pero la frase despectiva de Castro, lejos de amedrentar a un tipo que había participado en guerras aéreas y conocía la adrenalina de derribar un avión supersónico en pleno vuelo, lo único que hizo fue decidirse.

Una vez más Lorenzo estaba solo. Y tal vez era mejor, porque así podía dejar que aquella sangre, fría como la de un halcón cazando en la noche, fluya de mejor manera. Compró una diminuta avioneta Cessna, una libreta de notas y un bolígrafo. Calculó. Sacó los asientos de su aeronave, y cada pieza que no fuese indispensable. Llamó a su esposa por intermedio de amigos cercanos (esos tipos luminosos que aparecen en los momentos más oscuros), acordando fechas y lugares.

Una madrugada Lorenzo Orestes decidió obedecer la última orden de Raúl Castro. Despegó de las costas de Florida y atravesó el mar volando a dos metros de altura, para evitar que los radares puedan detectarlo. Los pescadores que lo vieron pasar no daban crédito a sus ojos. ¿Quién era aquel demente que volaba debajo de las gaviotas? ¿Qué podía mover a una persona para emprender una locura de ese tipo?

El piloto llegó a las costas de Cuba, y con la precisión de un ajedrecista, aterrizó en medio de la carretera ante la mirada atónita de varios conductores junto a los cuales se posó, compartiendo el carril de flujo. Orestes estuvo a punto de perder pista al pasar rozando un enorme autobús mientras descendía. Al final se posó sobre el suelo como una mosca en un vaso de leche.

Su esposa y sus hijos lo esperaban. Sabían que iba a llegar. Lo conocían. Entendían que era terco, y una vez que se le metía algo en la cabeza no había manera de hacerlo desistir. Ni siquiera un sistema de misiles rusos apuntándole a la cabeza. No había tiempo para abrazos. Subieron a la nave. El despegue fue difícil. La autopista tenía una enorme piedra atravesada en medio de la ruta. Los corazones parecían detenerse a ratos, y a ratos se aceleraban como tambores en un concierto de rock.

Había llegado la etapa más difícil. Muchas personas lo vieron despegar. Bastaba una llamada para que alguno de sus antiguos compañeros vuele hacia ellos en un Sukhoi y los reduzca a cenizas. También estaban los cohetes antiaéreos soviéticos. Eficientes y letales. Solo se necesitaba un error y todo terminaría, (cabe señalar que las fuerzas aéreas cubanas son famosas en el arte de derribar aviones civiles, como fue el caso de la avioneta de los activistas cubanos Hermanos al rescate, asesinados por tratar de llevar ayuda a la isla).

Pero las cosas salieron bien. Tras un par de horas de volar a ras del mar, Lorenzo Orestes y su familia llegaron a salvo a los Estados Unidos.

La historia del héroe cubano es extraordinaria, pero no única. En 1987 un adolescente alemán llamado Mathias Rust tomó su avioneta y su loción para el acné y voló desde Alemania Federal a la Unión Soviética, aterrizando en plena plaza roja ante la mirada absorta del mundo. Traía un mensaje para los moscovitas: es posible tener alas y confrontar los totalitarismos.

La pequeña travesura de Mathias puso en ridículo el monstruoso sistema antiaéreo ruso y permitió a Mikhail Gorbachev expulsar a gran parte del Alto Mando militar soviético. Aquella eventualidad permitió al líder del país más grande del mundo generar una serie de reformas que democratizaron su sistema político (desde estrategias como la Perestroika y el Glasnost), lo que eventualmente sumaría voluntades para el derrumbe del sistema represivo más grande de la historia.

Hay más ejemplos. El artista disidente chino y feroz crítico de la opresión marxista en su país de origen, Ai Weiwei, también sabe de alas. Una de sus esculturas más representativas fue confeccionada con herramientas traídas del Tibet, aquel país pequeño y budista que fue invadido por Mao en 1950, y que ahora mismo sobrevive bajo la tiranía del partido único de Beijín. Ai Weiwei tomó varias láminas de acero, donadas por campesinos tibetanos, y con ellas tejió un par de alas enormes, exhibiendo la escultura en el viejo edificio de la prisión de Alcatraz. Se trató de una analogía de la lucha mitológica entre las fuerzas vitales y la esclavitud.

Los totalitarismos no solo se manifiestan en tiranías insulares, como el caso de Cuba, campos de concentración masivos como la unión soviética, o proyectos disciplinarios distópicos como la China. También pueden existir discursos totalizantes desde organizaciones que se hacen llamar anti hegemónicas.

La intolerancia y la violencia extrema en los relatos afines a visiones colectivistas acontecidos en varios países latinoamericanos, en los últimos meses, dan cuenta de ello. Hannah Arendt, la importante pensadora judía alemana se percató de esta circunstancia en su momento. Para la autora de La condición humana, basta con que un colectivo (ya sea que tenga poder o no) pretenda dividir el mundo desde enunciados dicotómicos, y que trate de explicar el universo a través de un relato de "buenos contra malos", para identificar la raíz de lo que podría desencadenar un futuro campo de concentración, o una sociedad represiva.

Una colectividad aparentemente sin memoria, como la sudamericana, parece haber olvidado en poco menos de una generación los efectos devastadores que las dictaduras socialistas tuvieron para las libertades. Pareciera que grandes masas humanas piden a gritos ser sometidas de nuevo bajo la cadena de una minúscula élite que se define a sí misma como la voz moral y el camino único de la justicia en la Tierra.

En Ecuador, por ejemplo, la sombra del correismo sigue presente. No solo que su influencia se mantiene firme entre simpatizantes e intelectuales, si no que sus seguidores parecen estar seguros de poder mover las poleas necesarias para traer de vuelta al sistema de cosas que atesoran. Dada la deslumbrante capacidad de nuestra sociedad de perseguir quimeras edulcoradas, aquel panorama no es imposible. La idea general se basa en que los errores de la revolución ciudadana se debieron a una incorrecta puesta en marcha de las doctrinas del socialismo y, por lo tanto, bastaría con precisarlas y aplicarlas una vez más, de modo meticuloso, para que finalmente, y por primera vez en la historia humana, el socialismo funcione.

Mientras tanto, desde luego, convendría confrontar y atacar cualquier voz crítica que pretenda advertir sobre las consecuencias potenciales de estos nuevos intentos.

Es en este contexto que las historias de personas como Lorenzo Orestes, Mathias Rust, o Ai Weiwei, adquieren un nuevo sentido. Ante las voces que claman por imponer modelos parecidos al cubano o el venezolano en varios países latinoamericanos, y ante la ola de intolerancia y violencia que esos discursos han promovido, quienes pretendan resistir estarán obligados a edificar y defender sus propias alas. Defendiendo la libertad, pluma por pluma.

[PANAL DE IDEAS]

Fernando López Milán
Pablo Piedra Vivar
Juan Carlos Calderón
Patricio Moncayo
Gabriel Hidalgo Andrade
Marko Antonio Naranjo J.
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María Amelia Espinosa Cordero
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