
La semilla del diablo
La película Rosemary’s Babe –traducida con prejuicio a ‘La semilla del diablo’- de Roman Polansky, adaptación de la novela homónima de Ira Levin, fue una intensa metáfora cinematográfica que situaba al cuerpo femenino como el escenario de una oscura disputa. La cinta cuenta la historia de una joven que queda embarazada en circunstancias sospechosas –durante un rocambolesco sueño o tal vez en una alucinación ritual- y con la agobiante intromisión de los vecinos para monitorear el embarazo como si fuera un caso extraordinario. Enseguida la joven sospecha que los vecinos y su marido forman parte de un culto sinestro enviado a proteger al embrión, mientras ella queda relegada al papel de una incubadora incompetente. Al final, puede ser que se trate sólo de una perturbación mental de la joven, o, tal vez, efectivamente, ella estaba concibiendo al heredero del diablo. Es la duda que nos dejará Polansky para siempre.
Más allá del suspense cinematográfico, lo que realmente plantea la película son preguntas más sustanciales y de vigencia actual: si la mujer tiene capacidad de decisión sobre lo que pasa en su cuerpo y si la semilla gestada en su vientre es algo que le compete a toda la sociedad. En la época de su estreno, en 1968, se habían hallado y difundido nuevos métodos anticonceptivos y las mujeres no sólo que pudieron liderar la planificación familiar, sino que les permitía una sexualidad menos condicionada. Es decir, la mujer occidental empezaba a tomar decisiones personales sobre su cuerpo, sin la necesidad de consultar al hombre y sin pedirle permiso a la sociedad. Cincuenta años después, el cuerpo de la mujer, el imaginario social en torno a él y las decisiones que se asumen sobre su destino y propósito, siguen siendo un asunto de demonización social. Cada nuevo crimen en donde la víctima es una mujer tiene aquel vector satanizador atravesándolo de principio a fin, que generalmente comienza cuando se trata de establecer si es parte o no de la violencia de género.
Si la mujer es víctima o cómplice de su propio infortunio.
La segunda muerte
Hace exactamente tres años fue asesinada la joven Karina del Pozo.
Cuando se hacían las indagaciones, los agentes a cargo de la investigación no cesaban de preguntar a las dos amigas de la víctima implicadas en el caso –modelos como Karina- si eran ‘prepago’, es decir, si ejercían prostitución encubierta. ¿Por qué preguntaban eso con insistencia? Para usarlo como atenuante del crimen, para que al estatus de la víctima se le agregue la condición de provocación y ofrecimiento. Lo mismo está sucediendo ahora con el caso de las dos jóvenes argentinas asesinadas en Montañita. La posibilidad de que ellas hayan ido por voluntad propia a la casa del asesino no solo es la pretendida versión oficial sino es la que más le sirve a la tranquilidad de conciencia del imaginario colectivo. Además, por supuesto, la descomposición social, económica –y moral para algunos- de Montañita completa el cuadro ideal para que la condena social se adelante al debido proceso. Es ahí donde empieza la segunda parte del crimen, la segunda muerte de las víctimas: cuando la condena social comienza por negarle su estatuto de femicidio, cuando la sociedad no quiere reconocer o pretende invisibilizar las causas estructurales de ese tipo de violencia concreta, la que se ejerce sobre una mujer, precisamente, por ser mujer. Algo prácticamente imposible de soslayar en este caso en particular, pues, en el supuesto de que esté involucrada una red de trata de blancas, la condición de femicidio del crímen doble no admite ningún cuestionamieto, y en el supuesto de que el autor confeso sea el único involucrado –la versión oficial-, también es femicidio, porque los asesinatos se dan como represalia a un intento frustrado de violación sexual. Es decir, en ambos casos y hasta que aparezca una tercera versión, el móvil sigue siendo el cuerpo de la mujer y su integridad. Por otra parte y para contrastar, si las víctimas hubiesen sido hombres, hablaríamos de violencia común, los móviles no serían sus cuerpos, no habría una supuesta red de trata involucrada ni ataque sexual de por medio. Pero, incluso, si el interés de la red fuese el de reclutar hombres o al violador le interesase que sean precisamente hombres sus víctimas, seguiría siendo un asunto de género, justamente.
El cuerpo y el delito
¿Por qué es importante esclarecer estos casos y tipificarlos como violencia de género, como femicidios?
Simple: para evitar que vuelvan a suceder.
Porque, al igual que la violencia racial, hay que llamarla por su nombre, porque no son violencias indiscriminadas sino que son las violencias más discriminadoras que existen. Y hay que visibilizarlas desde su origen, como expresión patológica de unas relaciones de dominación verticales que seguimos asumiendo sin ruborizarnos. Porque hay desigualdades profundas que se mantienen en los usos del lenguaje, en las expresiones cotidianas aparentemente inofensivas, en los espacios públicos, laborales y domésticos, que se reproducen cada día desde el discurso del Poder, quien continuamente impone que el Estado y la sociedad todavía tienen derecho sobre las decisiones que la mujer debe tomar sobre su cuerpo.
El asesinato de una mujer, los femicidios y la violencia de género en general, están ligados en su origen a la intromisión constante -como lo hace el culto siniestro de la película de Polansky- del colectivo social en la soberanía del cuerpo, femenino en casi la totalidad de casos, asumiéndolo como propiedad común; tanto por su capacidad reproductora, como por ser auxiliar del placer masculino y como portator de sumisión para sanar virilidades fracturadas.
Las pistas
Concretamente en el caso ecuatoriano dos han sido las mayores vulneraciones a los derechos de género que el Estado ha ejercido sobre la población: la primera fue hace tres años, en octubre de 2013, a pocos meses del asesinato de Karina del Pozo, cuando el presidente Rafael Correa amenazó con renunciar si las asambleístas de su propio partido, Pabón, Buendía y Godoy, no retiraban la moción para someter la ley de despenalización del aborto por violación a discusión en el pleno legislativo. Fue un ejercicio de autoritarismo patriarcal categórico, porque ellas –que entonces se definían como feministas- asintieron obedientes, para no dislocar la unidad del partido, dijeron, retiraron la moción y fueron sancionadas con un mes de silencio.
Literalmente, las mandaron a callar.
Fue un claro ejercicio de violencia de género porque se trataba de un tema que involucra directamente los derechos de la mujer y su poder de decisión sobre su cuerpo.
La otra vino poco después y fue colofón de lo mismo, con la aprobación del nuevo Código Integral Penal, paradójicamente el mismo código que tipifica el femicidio, pero que penaliza con cárcel de seis meses a dos años a la persona que cause o permita la interrupción de un embarazo. El estado interviniendo directamente y con penalidad en los derechos sexuales y reproductivos de la mujer. Los resultados de esa violencia estatal hoy se empiezan ya a contar en cifras concretas.
Por eso es que no servirá de mucho el saneamiento ambiental de los lugares licenciosos como Montañita; pueden extirparles el tráfico al menudeo de narcóticos y a la delincuencia común encerrarla por un tiempo hasta que los medios extranjeros nos alejen de su catalejo, si los cambios esenciales, los que estructuran los derechos, los que importan, siguen siendo desplazados por los intereses de una sociedad invasiva y moralizante, una sociedad que le gusta meter las narices en todas nuestras decisiones íntimas. Como vecinos entrometidos siempre al acecho, alegando que cada cosa que hacemos con nuestras vidas afectan a las vidas de todos los demás.
Al fin y al cabo, en el Ecuador actual, parece que es más riesgoso para las mujeres opinar sin que las manden a callar, que andar en tanga por playas disipadas.
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