
Fromm escribió un libro titulado El miedo a la libertad, en el que sostiene que las personas no siempre están dispuestas a afrontar las incomodidades y dudas que el ejercicio constante de la libertad genera.
Entre aquellos a los cuales la libertad molesta, podemos distinguir dos tipos de personas: los cómodos y los fanáticos. Los cómodos, a su vez, se dividen en dos subtipos: el librepensador y el manipulador.
En realidad, los cómodos suelen presentarse y percibirse como la antítesis de los fanáticos. Los cómodos librepensadores acostumbran mostrarse como seres desprendidos, desinteresados y ajenos a las vulgares disensiones y rencillas de los que intervienen en lo que ellos denominan “luchas por el poder”.
Los cómodos manipuladores, igual que los librepensadores, se mantienen lejos del conflicto, pero no pierden la oportunidad para presentar sus quejas a los comprometidos en la lucha y azuzarlos, siempre de soslayo, a la acción. Ambos, el manipulador y el librepensador, medran del trabajo de los otros y, generalmente, escapan de las consecuencias negativas que arrecian sobre los perdedores. En muchas ocasiones, inclusive, una vez que el conflicto termina, los cómodos son premiados con cargos y otras prebendas.
Los fanáticos, en cambio, buscan, afanosamente, una causa y un líder por los cuales luchar. Y en las situaciones de conflicto, la dimensión de su libertad solo llega hasta la punta de su nariz. Los cómodos son apolíticos y los fanáticos, rabiosamente políticos. De hecho, las razones políticas son la última justificación de sus acciones. Y, en virtud de ellas, se consideran solidarios y altruistas. Lo que significa que no siempre quieren llegar ellos mismos al poder, sino estar con quienes lo controlan.
Tanto el cómodo como el fanático se sienten superiores a los demás. Se trata de una superioridad intelectual en los primeros, y moral en los segundos. Los unos se consideran muy inteligentes y los otros, mártires o santos.
Tanto el cómodo como el fanático se sienten superiores a los demás. Se trata de una superioridad intelectual en los primeros, y moral en los segundos. Los unos se consideran muy inteligentes y los otros, mártires o santos.
Si un cómodo dice: “esto no es para mí”, “allá ellos con sus cosas”, “no tengo tiempo para perderlo en tonterías”, un fanático afirma: “así es”. El fanático piensa que todo lo que recibe, incluso lo que le corresponde por derecho es una dádiva de su líder. Mientras que el cómodo considera que eso es lo mínimo que se merece, aunque nunca haya hecho nada para ganarlo. El fanático agradece y el cómodo recibe de mala gana, como si no lo necesitara.
Ni fríos ni calientes, tibios, los cómodos se aletargan, porque la tibieza afloja el espíritu y conduce al sueño. Pero, en realidad, los cómodos nunca duermen y tienen unas antenas especiales para detectar el peligro y las situaciones comprometedoras. Su tibieza de alma es, al mismo tiempo, flexibilidad. Si el viento sopla a la derecha, ellos, como la hierba, se inclinan hacia la derecha, y si sopla hacia la izquierda, hacia la izquierda se tienden. Su flexibilidad genera, a menudo, confusión y es frecuente que los cómodos sean vistos como sabios taoístas.
Los fanáticos se diferencian de los cómodos porque luchan contra la corriente. Sin embargo, los más frecuente es que se dejen arrastrar por ella y, en su ímpetu, chocan de cabeza contra las piedras que hay en el lecho del río. Al fin del camino siempre está el mar. Y, una vez ahí, el fanático se pierde en la unidad indiferenciada que conforman los seguidores de la causa.
Hay otra clasificación de los cómodos: el solitario y el sociable. Ninguno de los dos se pelea con nadie. El primero saluda de lejos, levantando la mano derecha y sonriendo sumariamente y el segundo, dando fuertes apretones de manos y palmadas en la espalda. Los malos modos no se han hecho para ellos y los gestos bruscos tampoco. Son –así se consideran- personas civilizadas, que han venido al mundo para cumplir destinos trascendentales y no quieren que les duela la cabeza ni que se les descomponga el estómago.
Los fanáticos desean con toda su alma estar seguros. Por eso, son partidarios de las acciones extremas y definitivas; cuanto antes mejor. Cómodos y fanáticos, en el fondo, buscan estar tranquilos. Los unos cediendo, los otros imponiéndose.
La libertad duele. Y para que no les duela, el cómodo espera y el fanático corre. Aunque, como diría el viejo Weber, estos son solo tipos ideales, pues siempre pueden encontrarse fanáticos pacienciosos y cómodos impacientes.
Pero el problema de la libertad tiene que ver, también, con la relación entre los individuos y la autoridad. Para el cómodo y el fanático, la presencia de un poder que los subyugue es imprescindible: los unos quieren ser dominados por pereza y los otros, por seguridad. Los unos, con el poder encima como una manta, bostezan largamente, hasta que les brotan lágrimas y los otros, con las anteojeras del poder, suspiran aliviados.
Cómodos y fanáticos tienen un modo de razonar parecido y cuando les toca pensar o debatir, cosa a la que los cómodos se avienen a regañadientes y los fanáticos con encono, recurren a los argumentos de autoridad: “lo dijo Marx”, “lo dijo el Papa”, “lo dijo Leonidas Iza”. La autoridad es su piso y su bastón. En ella se sostienen. En ella se apoyan y descansan.
Si tuvieran que participar en un crimen, el cómodo manipulador sería el autor intelectual; el cómodo librepensador, el encubridor, o el autor por omisión; y el fanático, el autor material, el ejecutor. “¡Hurra! Al fin ya nadie es inocente”, decía Juan Gelman. Y esta es la realidad de la que huyen el cómodo y el fanático. La vida del primero es, en esencia, una coartada. Y, la del segundo, una justificación, un acto de obediencia debida.
La libertad se define, siempre, por oposición. Así, el que nunca se opone no puede ser libre y el que se opone a todo tampoco puede serlo. El fanático es no libre por defecto y el cómodo, por exceso. Amplitud y estrechez. Todo pasa por la amplia garganta del cómodo y hasta un mínimo grano de arroz atraganta al fanático.
Pese a su gran capacidad de acomodo, en situaciones de alta conflictividad, los cómodos tienen una gran desventaja frente a los fanáticos, pues, como demuestra Gaetano Mosca, en su estudio sobre la mafia italiana, las minorías organizadas terminan por tiranizar a las mayorías desorganizadas.
Los cómodos, entonces, reacios a organizarse, pueden ser sometidos por los fanáticos. Estos sí, gregarios y dispuestos a la obediencia. Aunque, no es que los cómodos sean lobos solitarios. Su gregarismo es de otro tipo: el de la laxitud, el de la vista gorda. Ambos, en todo caso, quieren estar seguros y sentirse bien e, incluso, ser felices. Pero la felicidad a la que aspiran se parece más a la de Epicuro que a la de Aristóteles.
Ambos filósofos pensaban que el fin último de la vida es la consecución de la felicidad. Pero, mientras para Epicuro la felicidad se identifica con el placer, entendido como ausencia de dolor, para Aristóteles es una actividad virtuosa, un producto del esfuerzo más que de la diversión. Y esforzarse es lo que no quieren ni el cómodo ni el fanático. ¿Pero si ellos no se esfuerzan, quién debe hacerlo? Los otros, el Estado. De ahí, la gran difusión que ha adquirido, en la actualidad, la idea de que la felicidad es una cuestión política. Los ejemplos más llamativos de politización del tema se encuentran en Latinoamérica: la ya extinta Secretaría del Buen Vivir, en Ecuador, y el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo, en Venezuela.
La felicidad planificada y asegurada: el anhelo más íntimo de cómodos y fanáticos.
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