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31 de Marzo del 2020
Ideas
Lectura: 10 minutos
31 de Marzo del 2020
Wladimir Sierra

Sociólogo y catedrático universitario

Transhumanismo: aprendizaje en el umbral
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Cuando todas las precondiciones estaban casi listas para dar el salto final hacia la verdadera aventura de lo transhumano, una pequeña cadena de ácido ribonucleico, recubierta por una frágil capa de grasa, algo que ni siquiera merece ser llamado vida, una entidad diminuta e insignificante, nos vino a arruinar la fiesta.

Desde ya algunos años, y con insistencia en estos últimos, muchas voces bien informadas venían festejando, con cierta premura y desenfreno, la llegada del transhumanismo. Los avances espectaculares de la ingeniería genética, de la inteligencia artificial y de la neurociencia, hacían presagiar, no sin fundamentos, el fin del ser humano moderno, es decir, del homo tecno-culturalis, tal cual lo conocemos en la actualidad.

Finalmente, nos comentan los tecno-entusiastas, se está abriendo una puerta que nos permitirá salir de esos límites biológicos que a lo largo del periodo moderno no nos dejaban afirmar definitivamente nuestro inexorable desgarramiento de la esfera de la vida orgánica. Se ha avanzado mucho, con la tecno-medicina moderna, en el control de aquella base biológica que siempre nos recuerda nuestra pertenencia a la cadena evolutiva darwiniana, empero, recurrentemente volvemos a tropezar con esos límites que nuestro cuerpo, en última instancia biológico, pone a nuestras más exquisitas aspiraciones bio-tecnológicas.

En los últimos años, la casi ya lograda manipulación genética de nuestro ser biológico, la inusitada capacidad de control del todo devenido, gracias a la big data, objeto manipulable, así como las impensables posibilidades que abre el control bio-químico de nuestro cerebro, nos lleva a presagiar, a pesar de cualquier dificultad, el fin de la era humana, el fin del homo sapiens sapiens, y la llegada de una nueva época: la transhumana. Época que será habitada por seres que, a pesar de seguir manteniendo un soporte biológico, similar al nuestro, ya estarían en la capacidad de controlar a placer ese soporte gracias a manipulación genética y al control del funcionamiento bio-químico del cerebro.

Seres que fácilmente sortearían el envejecimiento y el malfuncionamiento de los órganos, porque tendrían las claves para detener los procesos degenerativos e incluso para remplazar, sin dificultad, los órganos que por el tiempo dejarán de funcionar. Seres que con compuestos químicos lograrán provocar artificialmente distintos modos de funcionamiento de nuestras funciones cerebrales. La inteligencia artificial haría el resto: nos permitiría dedicarnos a los más extravagantes devaneos del ocio y la distracción, mientras millones de robots, controlados por esa inteligencia, tejerán y producirán, de modo personalizado, el sustento material de nuestra existencia.

Curiosa y contradictoriamente, cuando todas esas precondiciones estaban casi listas para dar el salto final hacia la verdadera aventura de lo transhumano, una pequeña cadena de ácido ribonucleico, recubierta por una frágil capa de grasa, algo que ni siquiera merece ser llamado vida, una entidad diminuta e insignificante, nos vino a arruinar la fiesta.

Los virus, como sabemos, no son vida porque no tienen la capacidad de auto producirse, y justamente esta es la característica fundamental de los sistemas biológicos vivos. Por eso, estos pequeños seres requieren utilizar otros cuerpos que les permita replicarse, por eso quizás, son una suerte de zombis, de entes que penden entre lo vivo y lo muerto, menos que parásitos. Quizás eso los hace tan fascinantes, son ese eslabón que nos recuerda permanentemente aquel misterioso momento en que salimos, como cadenas de carbono, del caldo primitivo para volvernos vida autopoyética. Los virus tomaron otro camino, prefirieron no complejizarse demasiado, se aislaron del caldo primitivo, pero desarrollaron otra manera para perpetuar su existencia, no la auto-reproductiva, sino la invasiva. Y por esa razón se ligaron para siempre al desarrollo evolutivo de las especies vivas, plantas, animales, hongos e incluso simples bacterias. Y por eso también requieren replicarse por millones, pues es la única manera de poder seguir existiendo, pues, su fragilidad es absoluta.

Los organismos que dimos el paso hacia la forma vida, optamos por otra infinidad de estrategias para asegurar nuestra supervivencia y nuestra perpetuación, esa historia es bien conocida. Nos complejizamos tanto, los llamados animales superiores, hasta que en algún momento esa estrategia fue cambiada por otra que se mostraba como mucho más efectiva. De nuestro soporte biológico hicimos brotar la cultura. El lenguaje y el trabajo mancomunado fueron convirtiéndonos en animales mucho más aptos para enfrentar las adversidades; luego la historización de nuestras experiencias y los saltos tecnológicos nos convirtieron en algo más que simples animales, nos transformaron en seres humanos.

Esa aventura siendo mucho más compleja también es bastante conocida. Nuestros últimos logros son justamente la materialización técnificante de una de nuestras mayores cualidades: la auto-conciencia. Ahora, no solo nos conocemos hasta los resquicios más profundos de nuestro ser material y psíquico, sino que incluso estamos interesados en potenciarnos, tanto en nuestro soporte biológico, cuanto en nuestras capacidades cerebrales. Queremos perfeccionarnos, desprendernos de los atavismos heredados de nuestra biología y de nuestras culturas. Realizamos esto para dejar de ser lo que somos y transformarnos en algo superior: lo transhumano.

Cuando todas las precondiciones estaban casi listas para dar el salto final hacia la verdadera aventura de lo transhumano, una pequeña cadena de ácido ribonucleico, recubierta por una frágil capa de grasa, algo que ni siquiera merece ser llamado vida, una entidad diminuta e insignificante, nos vino a arruinar la fiesta.

Pues, bien, volvamos al intruso que hoy nos tiene en vilo: el famoso Covid 19. Sí, él, en nuestra época de mayor esplendor tecnológico, de mayor acumulado cultural, de mayor riqueza, de mayor poder y dominio natural, nos recordó que, a pesar de todos nuestros extravagantes sueños, seguimos siendo fundamentalmente biología, complejos y frágiles sistemas de carbono. Y que nuestra homeostasis no es muy difícil de romper, no se halla del todo protegida, a pesar de todas nuestras defensas biológicas y culturales.

Visto desde la racionalidad de la vida, no hay nada escandaloso en lo que está sucediendo -alta taza de contagio e importante número de muertes-, es otro momento de esos millones de ciclos que imbrican a diferentes especies, organismos y entes, ciclos que hacen posible que esa misma vida sea. Los virus son fundamentales para el perfeccionamiento genético de las especies. De algún modo, nos van depurando, nos van reabsorbiendo en ese frenético cambio de información y substancias que es la vida orgánica.

Pensado desde la dinámica social, tampoco es del todo alarmante lo que acontece –pánico, desesperanza, colapso de nuestros sistemas sanitarios, implosión económica-. Hay causas de origen puramente cultural que aniquilan más seres humanos que cualquier ente orgánico o semi-orgánico e incluso inorgánico. Causas que muchas veces son artificiales y que podrían ser remediadas fácilmente con decisiones políticas. A guisa de ejemplo, solo para nombrar uno: las hambrunas artificialmente creadas matan a millones de seres humanos cada año.

Lo que realmente es pavoroso en todo esto es el terror que causa nuestra indefensión actual frente a la posible muerte. Indefensión inflada por los dispositivos digitales de comunicación actual, pues, tenemos varios pisos de cultura que nos separan de nuestra verdadera orfandad frente al pequeño virus, y a pesar de eso estamos aterrorizados. Estamos aún bastante protegidos, con seguridad nuestras destrezas civilizatorias nos permitirán seguir funcionando a todo vapor en pocos meses. Y el transhumanismo volverá a ser nuestro horizonte más próximo y anhelado.

Quizás al final de todo este interludio viral, la mejor lección que nos quedará, será aquella que, en la búsqueda de ese sueño de transcendernos a nosotros mismos, estamos obligados a conservar aquello sin lo que no es posible existencia alguna por fuera de lo humano: nuestro soporte biológico. Lo transhumano será biología mejorada, pero necesariamente biología. Así como los virus penden entre la existencia y la vida, y necesitan de esta para perpetuarse, los transhumanos penderán entre la vida y su exterioridad, y seguirán necesitando de esta para perpetuarse. Los virus no entraron del todo en la aventura de la vida, se quedaron para siempre con un pie por fuera, los transhumanos también tendrán siempre un pie en la vida y con el otro tratarán de explorar su inquietante más allá.

La otra lección que debe dejarnos esta cuarentena liminal, es reconocer que lo fundamental que hoy tenemos para protegernos no es la tecno ciencia digital, sino una vieja estrategia biológica que se potenció luego radicalmente con su culturización. Una estrategia que nos permitió salir de la animalidad para ingresar a la cultura y que desde esta nos permitirá, con seguridad, potenciarnos hacia lo transhumano. Esta estrategia que nos asegura defendernos y accionar juntos y sin la cual no es imaginable seguir hacia adelante. Esa mezcla de emociones biológicas y valores culturales, se llama solidaridad. Quizás ahora nos quede claro que, sin ella, sin nuestra habilidad primordial de sentir y actuar-con, no hubiese sido posible nuestro surgimiento, no sería posible nuestro existir y no será posible nuestra proyección transhumana.

[PANAL DE IDEAS]

Hugo Marcelo Espín Tobar
Jorge Peñafiel C.
Rodrigo Tenorio Ambrossi
Luis Córdova-Alarcón
Fernando López Milán
Patricio Moncayo
Mariana Neira
Alfredo Espinosa Rodríguez
Consuelo Albornoz Tinajero
Andrés Jaramillo C.

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