
Decano de la Facultad de Jurisprudencia de la PUCE y asesor legal de Fundación Pachamama. Abogado del Pueblo Kichwa de Sarayaku y de otras víctimas ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
A estas alturas del siglo XXI, escuchar a un ministro de Estado hablar de “tribus amazónicas” para referirse a los pueblos indígenas de esa región y sostener que vivían tradicionalmente en guerra unos con otros hasta que llegó la paz gracias a la industria petrolera, resulta tan chocante como sería verlo vestido ahora con la misma ropa que habrá utilizado en 1970. Así de anacrónico, como los discursos de esa época que lanzaban loas al petróleo que nos iba a sacar de ser un país pobre y endeudado para convertirnos en un boyante “país petrolero”. Anticuado y pintoresco como veríamos ahora la parada militar que, en 1972, condujo el primer barril de petróleo al Templete de los Héroes de la Cima de la Libertad.
La experiencia histórica del Ecuador de los últimos cincuenta años nos ha enseñado que el petróleo no nos sacó de la pobreza y del pernicioso endeudamiento externo. Que si sube el precio del petróleo en el mercado internacional gozamos de cierta holgura transitoria y fútil, e irremediablemente volvemos a la crisis cuando se cae el precio del barril. Que los usureros internacionales siempre están allí para llevarse su tajada, solo que a veces cambian de nombre y de continente.
Aprendimos que el petróleo no trajo paz a los pueblos amazónicos sino todo lo contrario. La muerte de monseñor Alejandro Labaka, por un lado, y la de decenas de tagaeris y taromenane y otros habitantes amazónicos en las masacres de 2003, 2006 y 2016, entre muchos otros incidentes, tuvieron como escenario una zona bajo asedio de los intereses petroleros. Que la conflictividad socioambiental generada por la industria hidrocarburífera provoca dolor y sufrimiento a las comunidades locales, lo que es muy diferente a vivir en paz.
Es la organización de los pueblos amazónicos y el reconocimiento de sus derechos colectivos los que han frenado los apetitos extractivos insaciables, permitiendo que aún los bosques megadiversos del centro-sur amazónico se conserven para beneficio de la humanidad en su conjunto
El país sabe que su región más contaminada es el norte de la Amazonía en donde operó por treinta años Texaco, empresa que lleva veinte más evitando pagar la remediación. Sabe también que los pueblos indígenas, a los que la constitución llama nacionalidades indígenas, están organizados a escala nacional desde la década de los ochenta. Que en 1990 la Conaie, organización nacional indígena, condujo un levantamiento que logró ponerlos en el panorama social y político; que en abril de1992 la OPIP, organización regional amazónica de Pastaza, llegó en marcha hasta Quito y no se fue sino hasta que logró la titulación de más de dos millones de hectáreas de la selva amazónica en favor de los pueblos originarios de esa región. Que desde entonces y hasta el presente los indígenas son actores imprescindibles para entener la dinámica social y política del Ecuadro, disguste a quien disguste.
Gracias a eso, desde 1996 la Constitución reconoce derechos colectivos indígenas como el derecho a la propiedad colectiva y el derecho a la consulta libre, previa e informada y que desde 2008 el Estado ecuatoriano se proclama plurinacional. Son esos factores, la organización de los pueblos amazónicos y el reconocimiento de sus derechos colectivos los que han frenado los apetitos extractivos insaciables permitiendo que aún los bosques megadiversos del centro-sur amazónico se conserven para beneficio de la humanidad en su conjunto.
Parece que al señor Ministro se le pasaron de largo estas cinco décadas.
[PANAL DE IDEAS]
[RELA CIONA DAS]


NUBE DE ETIQUETAS
[CO MEN TA RIOS]
[LEA TAM BIÉN]




[MÁS LEÍ DAS]



