Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Mucha tinta ha corrido para explicar el paso de Donald Trump por la política. Los análisis serios, sobre todo al interior de los Estados Unidos, oscilan entre calificarlo como un fenómeno estructural o como una contingencia de los tiempos posmodernos. Es decir, como la expresión de una problemática profunda e histórica de esa sociedad o la como la casualidad del marketing político.
El debate es indispensable. No solo por el peso que tiene la política de los Estados Unidos en el contexto global, sino porque su modelo de Estado ha sido un referente para el liberalismo desde hace dos siglos. Resume lo que las ciencias políticas designan como democracia occidental. El hecho de que ese sistema haya perdurado durante tanto tiempo constituye el argumento predilecto de quienes abogan por la vigencia infalible y predestinada del capitalismo.
No obstante, tanto el gobierno de Trump como el reciente proceso electoral evidencian una anomalía compleja y, a ratos, indescifrable. No sabemos si se trata del agotamiento de la institucionalidad o de un irremediable colapso del pacto social. Para unos, la era Trump sacó a flote una serie de imaginarios y visiones que habían estado represados durante siglos bajo la coraza de un país que neutralizaba sus conflictos gracias a la ilimitada expansión de su poderío. Desde esta visión, el racismo es una condición estructural e irresuelta de la sociedad estadounidense cuya solución requiere de un nuevo pacto social.
Para otros, Trump solo expresaría los límites del sistema político para procesar los nuevos conflictos sociales. Desde esta visión, los Estados Unidos necesitan una serie de reformas legales y políticas públicas que reduzcan las desigualdades y aseguren los procesos de integración interna. Los derechos y demandas de los migrantes, de los afros y latinos, de las mujeres o de los sectores rurales deprimidos, por citar unos pocos sectores, estarían en la agenda de estos cambios institucionales.
Ese populismo primario al que Trump echa mano con tanta facilidad, plagado de sofismas racistas, xenófobos, machistas y negacionistas, preocupa porque va a permear a una buena parte de la población.
En cualquiera de las dos perspectivas, todos los analistas coinciden en que Trump ha provocado una fractura desde el ángulo más pernicioso, porque impide un debate coherente y razonado. Ya se trate de una crisis institucional o de una estructural, las respuestas no pueden provenir desde el fundamentalismo ideológico. Ese populismo primario al que Trump echa mano con tanta facilidad, plagado de sofismas racistas, xenófobos, machistas y negacionistas, preocupa porque va a permear a una buena parte de la población.
Trump puede irse, pero la cultura del odio que sembró se queda. Es el único campo en donde florecen los populismos. El propio empecinamiento con que ha respondido a la derrota electoral refleja el concepto de poder que manejan las élites blancas a las que representa. Al margen de la fatuidad y ridiculez del personaje, existe un proyecto de control social basado en el supremacismo racial y la exclusión.
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