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4 de Enero del 2016
Ideas
Lectura: 7 minutos
4 de Enero del 2016
Rodrigo Tenorio Ambrossi

Doctor en Psicología Clínica, licenciado en filosofía y escritor.

Un año más para vivir
El calendario solo es una división arbitraria del tiempo. Sin embargo, el uno de enero está destinado a que nos propongamos que todos y cada uno de nuestros días construyan la historia personal y social, es decir que tenga suficiente sentido como para que la vida se justifique.

Inauguramos el nuevo año con una franca alegría porque la vida nos brinda la oportunidad de seguir existiendo entre los otros, de ser parte activa de nuestro mundo que únicamente es gracias a lo que cada quien hace para que el vivir posea sentido y sea gratificante. Qué otro deseo se podría tener que no sea el que la existencia se organice y se desarrolle de tal manera que el caminar de la cotidianidad tenga como meta el cumplimiento de las expectativas y esperanzas. Un mundo lógico y bueno, con suficientes certezas como para cultivar esperanzas. Un mundo en el que la tolerancia se convierta en la condición de existencia. Un mundo en el que la ética y la verdad no nazcan de los espacios del poder.

Un año menos turbio, con menos hipocresías y con un más de tolerancia a la diferencia.

Vivir no puede transformarse en una tarea apenas llevadera. No es tolerable que deje de ser un caminar con seguridad el presente para tener fe en el futuro. No es éticamente válido ni justo que alguien amenace con desestabilizar el futuro. El futuro es la casa de la esperanza. Si se debilita la esperanza, cada amanecer nace marchito y adolorido.

El calendario solo es una división arbitraria del tiempo. Sin embargo, el uno de enero está destinado a que nos propongamos que todos y cada uno de nuestros días construyan la historia personal y social, es decir que tenga suficiente sentido como para que la vida se justifique.

No se trata de pesimismo alguno. Pero tampoco es bueno caer en la vorágine de las propuestas y las promesas de un futuro lleno de felicidades, de paz, de logros. Mil promesas no construyen media realidad. El futuro lo hacemos hoy con nuestro caminar. No podemos quedar estáticos ni pretender volver al pasado. No es válido que nos aferremos al pesimismo de Bécquer: “Hoy como ayer, mañana como hoy, y siempre igual”. Del análisis de las realidades que hoy vivimos podemos deducir con lógica lo que acontecerá mañana. Si se analizasen las promesas de hoy, se tendría una idea bastante cierta de las decepciones que de suyo vendrán mañana que, sin embargo, serán negadas o menospreciadas.

El poder no puede convertirse en fuente de desasosiegos sociales. El poder político no es dueño de los destinos de los pueblos. Nadie democráticamente elegido, puede gobernar a espaldas de la mayoría. El poder posee un tiempo determinado. Simplemente, no es ético pretender eternizarse manipulando desde el poder la democracia y sus reglas. Tampoco es ético que no se escuche a la oposición , que se la denigre y se la persiga.

El poder legislativo y el ejecutivo no constituyen la mayoría ni siquiera la representan. Todo poder viene del otro y se lo ejerce para el otro. Nadie es indispensable. El narcisismo político es la peor enfermedad de la democracia.

Para crear las condiciones al análisis, a la reflexión, a ese algo de filosofía que se necesita para vivir, es casi indispensable que desaparezca aquel discurso que sin cesar anuncia el reino del bien, el de la liberación y el de la salvación. Ese discurso que transita entre lo religioso y lo político, entre la nueva ética del bienestar y la promesa del paraíso. La oferta de paraísos no es más que una de las tantas patrañas del poder. Sin embargo, este ofrecimiento constituiría el alma de aserrín de todos los discursos políticos. Todos quienes ofrecieron la eliminación del dolor, de la pobreza, del sufrimiento y la inauguración del bien y de la igualdad fueron y son impostores.

Los discursos mesiánicos se visten de verdad para ocultar la equivocidad y el engaño porque no se proponen otra meta que la creación de conciencias sometidas. Es curioso que en los orígenes míticos de nuestra cultura cristiano-occidental estén presentes el engaño y la promesa de bienaventuranza a los sometidos. A partir de ahí se justificarían tanto las promesas de redención como las crueldades y las tiranías de los grandes profetas del siglo pasado que bañaron en sangre a Europa, a China, Argentina, Chile, Uruguay. También en la actualidad existen en nuestra América profetas que ofertan la bienaventuranza a cambio de sometimiento irrestricto. Es necesario reconocer que la peor de todas las políticas es aquella que se justifica en el advenimiento del paraíso en el que la bienaventuranza pertenecerá a todos, en el que ya no habrá cabida para ningún tipo de desigualdad.

Un mundo sin mesías y sin propuesta mesiánicas. El discurso mesiánico sustituye a los verdaderos análisis políticos y sociales. Como en toda mitología, el mesías convierte las piedras en panes y el agua en buen vino. Ofrece a los pobres el reino de los cielos al que antiguamente iban tan solo los ricos que con anticipación lo habían comprado al contado. Después de las promesas, la corrupción del poder baña el cuerpo de Brasil.

El más falaz y perverso de los discursos es aquel que proclama el reino de la verdad y el de la bienaventuranza. ¿Qué aconteció con la libertad, igualdad y fraternidad, la fabulosa trilogía de la revolución francesa? ¿Acaso la antigua crueldad no fue sustituida por otra peor? Existe un abismo de significación entre ser un libertador como Bolívar o San Martín y un salvador como Stalin, Mao o Videla. Los primeros son héroes, los segundos infames. La infamia es absolutamente cínica pues se disfraza de santidad para engañar a los débiles.

No es posible pasar la página de la historia sin leerla para convencerse de que no existe. Eso se llama denegación.

Un día, se presentó a la nueva Constitución como el más maravilloso de los productos de Montecristi y se vaticinó que duraría por lo menos 100 años. A la fecha se ha convertido en un precario utensilio doméstico al servicio de intereses personales. 

El nuevo año nos encuentra no solo con una seria crisis económica sino también ética. Parecería que no pocos viven “tasando en rútiles monedas el bien y el mal”, como dice el poeta.

[PANAL DE IDEAS]

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