
La mejor aproximación a la cultura de un país es el transporte. En mi experiencia, la primera impresión de una ciudad, su personalidad, su carácter, es la manera en que se moviliza. Allí están fielmente reflejados los valores de convivencia, el orden social, el respeto al otro, la prioridad de lo comunitario sobre lo individual, la estética, el conflicto, la creatividad, la agresividad, entre los múltiples mensajes que podemos leer en los asfaltos.
Desde el reino de las bicicletas en Europa hasta la teoría del caos en Bombay. Desde el imperial metro de Moscú hasta la redimida Medellín. Desde Los impresionantes atascos de Los Ángeles a la impecable red de Singapur; todas expresan la psiquis urbana.
En esta aproximación el transporte público en las principales ciudades del Ecuador nos reflejaría como irresponsables, agresivos, desordenados, sucios, ineficientes, corruptos e ignorantes. Seríamos una sociedad que se relaciona con la autoridad a través de la extorsión y el soborno, con los usuarios a punta de maltrato y con el espacio en el abuso. Seríamos un país anacrónico, amenazado por cualquier intento de innovar o renovar, un peligro ambulante, la meca de la negligencia.
Ecuador lleva 70 años lidiando con el monstruo corporativo —no cooperativo— del transporte, que ni es servicio, ni es público; es una mafia legalizada y legitimada como interlocutor político a cambio de cuanta impunidad pueda ejercer; delincuencia organizada e intocable que tiene como rehén a millones de ecuatorianos, a los que tortura diariamente y asesina frecuentemente
Pero ese es el reflejo de los captores, no de los prisioneros. Ecuador lleva 70 años lidiando con el monstruo corporativo —no cooperativo— del transporte, que ni es servicio, ni es público; es una mafia legalizada y legitimada como interlocutor político a cambio de cuanta impunidad pueda ejercer; delincuencia organizada e intocable que tiene como rehén a millones de ecuatorianos, a los que tortura diariamente y asesina frecuentemente.
Una transformación profunda en el transporte provocaría un efecto en cadena con efectos positivos en la calidad de vida de los ecuatorianos en muchas dimensiones: mejorarían la producción, el comercio, el control de precios, la calidad del ambiente, el espacio público, la seguridad vial pero, sobre todo, mejoraría nuestra salud mental.
El transporte público dejaría de ser el espacio donde nos sometemos y acostumbramos a todo tipo de violencias para transformarse en el escenario donde demostrar y aprender sensibilidad, civismo, corresponsabilidad y solidaridad. Trasladarnos dejaría de ser la dosis diaria de frustración y rabia para convertirse en nuestro referente de buen trato, orden y seguridad. El transporte de carga dejaría de explotar a productores y a consumidores y sería un agente vital para el desarrollo.
No hay un sistema perfecto, como no hay una cultura utópica; pero se debe empezar por perder el miedo a “pararle el carro” a los gremios de transportistas. Ya es impostergable un acuerdo nacional para terminar, de una vez por todas, con esta relación tóxica y perversa, las autoridades nacionales y locales con apoyo de la ciudadanía, debemos proponernos una estrategia drástica y eficaz que resuelva este gran problema, enorme y humeante como un autobús en medio de la sala.
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