
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Como efecto del levantamiento indígena hay un debate simbólico paralelo al debate político, pero plagado de muletillas, prejuicios y lugares comunes. Da la impresión de que la sociedad ecuatoriana, y sobre todo la clase política, no hubieran procesado nada durante estas tres décadas que median entre ambos levantamientos.
Frente a las medidas desordenadas y desesperadas que está tomando el Gobierno para bajar la tensión, mucha gente se pregunta si era necesario un estallido social para proponer iniciativas obvias. Por ejemplo, invertir en las zonas rurales del país. En ese sentido, algunas respuestas lucen desconcertantes por la ceguera que develan.
No obstante, el problema de fondo no radica en las exigencias de corte tecnocrático que el Estado pueda satisfacer a los campesinos e indígenas, sino en la comprensión del conflicto que pueda lograr la sociedad. Sin este último factor, la obras que eventualmente realice el Gobierno volverán a ser, como tantas veces, simples paliativos. Únicamente una ciudadanía consciente podrá presionar a la clase política a asumir la crisis con responsabilidad y perspectiva.
Pero este objetivo luce complicado en un escenario mediático y comunicacional atravesado por información sesgada y tendenciosa, sobre todo aquella que estigmatiza a determinados actores sociales, particularmente al movimiento indígena. La batería de comentarios, opiniones y análisis de ciertos sectores políticos que buscan desacreditar a la CONAIE es interminable. Y lo hacen desde una concepción absolutamente parcializada de la realidad.
La batería de comentarios, opiniones y análisis de ciertos sectores políticos que buscan desacreditar a la CONAIE es interminable. Y lo hacen desde una concepción absolutamente parcializada de la realidad.
La más común se refiere a una supuesta incongruencia en la estrategia de la CONAIE antes, durante y después del paro nacional. Exabruptos de los dirigentes, equivocaciones puntuales o debilidades organizativas son resaltados con el ánimo de opacar una visión política y estratégica por demás obvia. Si no fuera así, los indígenas no estarían negociando con el gobierno temas como la minería y la explotación petrolera, que tienen relación directa con la propuesta de la plurinacionalidad. Sin embargo, se amplifican los detalles para atenuar los contenidos.
¿Qué les molesta a estos grupos de poder y de opinión? Pues la informalidad propia de nuestra sociedad, informalidad que se incrementa cuando actores subalternos como los indígenas ingresan al campo de la formalidad política. En el fondo, quisieran que los líderes de la CONAIE se comporten como Winston Churchill, como si nuestro país fuese Inglaterra. O como si nuestras élites fuesen un dechado de ilustración.
Difícil salir del atolladero si no se entiende la complejidad cultural de nuestra sociedad. El imprescindible debate simbólico que necesitamos como país no puede circunscribirse a la simple definición de políticas públicas, sino a la diversidad de visiones e imaginarios que caben en el territorio de lo que denominamos Ecuador. Es decir, qué valor e importancia le asignamos al otro, al diferente.
Argumentar que los indígenas no pueden representar al país porque constituyen únicamente el siete por ciento de la población es desconocer la historia y los cinco siglos de exclusión que hay de por medio; es negar que en el paro de octubre se movilizaron campesinos y pobladores urbanos identificados con una protesta que también los involucra. Juntos representan bastante más que lo que les asigna una simple estadística.
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