En una sociedad donde la labor de la crítica de las artes es prácticamente inexistente, el mural de Okuda San Miguel en Quito parece haberse interpretado sólo desde la ofensa al sentimiento nacional y local. Pero es difícil eliminar las suspicacias nacionalistas cuando la obra en cuestión es una donación de la Embajada de España en Quito al Municipio de la capital por la conmemoración del bicentenario de la batalla que nos separó del Imperio español y que además fue pintado en una zona patrimonial de la ciudad.
Entiendo que la selección de San Miguel para realizar este trabajo se hizo mediante concurso público, y asumo fue pagada por los contribuyentes españoles. Es decir que, en representación del Estado español, se entrega a Quito una obra donde tres bordadoras y un Pikachú (de un manga japonés) conmemoran la propia existencia del Estado ecuatoriano, ni más ni menos. En realidad, aunque estas acusaciones nacionalistas y patrimoniales me parecen muchísimo menos importantes de lo que la gente suele adjudicar, no son gratuitas, porque salta a la vista la falta de coherencia como obra y la ausencia de contexto con absolutamente todo lo que supone “representar”.
En el año 2020 surgió una polémica importante desde la visión del respeto patrimonial cuando en Cantabria, San Miguel pintó un faro, también financiado con fondos públicos. Los faros están catalogados como edificios patrimoniales en el Estado español. Revisando la obra de San Miguel en su página web, ésta se caracteriza por sus grandes dimensiones en espacios públicos, su composición a partir de figuras geométricas, polícromas y con la inclusión de objetos propios de la cultura pop (como el caso de Pikachú). Este tipo de obras, que se suelen catalogar como “arte urbano” generaron mucho debate alrededor de su valor, centrado en figuras como Bansky. Digamos que las posiciones extremas implican una visión positiva que reivindica el valor del street art como arte de ruptura y reivindica lo popular dentro del elitismo del arte; la posición negativa los ve como objetos de falsa reivindicación que en realidad son funcionales a casi todo lo que supuestamente critican.
Ante las críticas a la pintura del faro, San Miguel respondió que donde los otros veían patrimonio, él sólo veía “un cilindro blanco”. La respuesta polémica y efectista de San Miguel parece caracterizar su propia obra. La introducción de un dibujo como Pikachú en un conjunto al cual solo le pertenece por el color y la elección del autor, parecería buscar en sí mismo la polémica y el mero efecto. ¿En realidad un faro es solo un cilindro blanco? Sí y no. Sí, si fuéramos capaces de sustraernos a nuestra propia condición humana y pudiésemos verlo como un mero objeto, sin todo el bagaje que poseemos y sin las relaciones sociales de por medio (aquello que los marxistas, en deriva de su hegelianismo, llaman “cosificación”).
Pero un faro y cualquier objeto siempre es algo más. Un cuchillo sirve para cortar un fruto para comer y continuar la vida o para matar (o para matar y continuar la vida). En el caso del faro, supone toda una tradición cultural que une a Cantabria, Galicia, Asturias, Cataluña, etc. con el mar. Los marinos de ese país de navegantes fueron los primeros en tomar a América para su reino. Aunque los marinos salían de Andalucía, se entiende perfectamente la importancia histórica y cultural. Un faro tiene una funcionalidad propia, un sentido general cultural y por su propio tiempo, ha estado entre los cantábricos más que San Miguel, por lo que deviene en patrimonio. Si el autor no puede ver en algo así más que un cilindro blanco, estaría limitado a la simple forma y el color (o sencillamente es un idiota). Huelga decir que ni creemos que solo vea eso, ni el arte es solo formas y color, siempre es algo más. Podría ser más plausible que San Miguel no quiera entender un poco más del lugar en el que pinta, por simple pereza o por creer la autonomía del artista (uno que piensa en el arte como atemporal y sin contexto). El mito de que la obra en sí misma está por encima de lo que quiere representar.
La respuesta de San Miguel para esa ocasión me hace pensar en su propia estandarización. Si en Cantabria ve solo un cilindro vacío, sin contexto ni sentido; en Quito solo vio unos muros blancos, igualmente sin contexto ni sentido. Eso puede replicarse en cualquier lugar al que lleve su obra. Da lo mismo pintar en Nueva York que en Quito, colores y cultura pop son suficientes, incluso si el mural suponía ser conmemorativo.
Que San Miguel tiene cierto dominio de su propia técnica es una cosa (que, por demás, no me parece excesivamente compleja como técnica pictórica, aunque reconozco la complejidad de concebir el conjunto, dada la monumentalidad de lo que suele pintar), pero el arte es más que mera técnica, sino los diseñadores de comerciales harían arte todo el tiempo y no creo que haya un peregrino que piense que un gran logo (por más dominio técnico que conlleve) sea arte. Según un artículo de 2020 de diario El País de España, justamente sobre la polémica con el faro, el profesor de teoría del arte de la Universidad de Salamanca, Alberto Santamaría, catalogó a San Miguel como mero decorador. El autor, por supuesto, respondió airado que él era un artista. En todo caso, cobra como tal.
Si no pudieron ver la incongruencia kitsch y el pastiche de una composición polémica y meramente efectista, sencillamente se desentendieron del proceso y dejaron plena autonomía al autor.
Otra cuestión importante es que San Miguel dice en ese mismo artículo odiar la política, justamente por las polémicas partidistas que se suscitaron alrededor del faro. No quisiera recordarle la obviedad de que sus obras monumentales no siempre son financiadas con fondos privados y que la política es importante porque además son pinturas que están en el espacio público, y en este caso, más que nunca, suponen una cuestión política en sí misma: la independencia y la creación de un Estado nación, el ecuatoriano.
La crítica cultural de alguien como Adorno, diría que San Miguel no es más que adocenamiento, industria cultural, cuyas obras no son más que pastiches y que no se diferencian en nada del diseño. Jameson diría que son productos de la propia posmodernidad, elementos sin ton ni son que rompen el conjunto, es decir, composiciones sin ninguna unidad, por lo que no nos remiten a nada en absoluto. Ambos dirían que las costureras como tema son meros pretextos, formas supeditadas al mercado y la banalización. Yo intento alejarme siempre del dogma adorniano sobre el arte, pero en este caso me parecen plenamente aplicables.
Asumo que las intenciones de la Embajada eran las mejores, las de dar a Quito un mural de altura internacional, dada la fama de San Miguel por los lugares en los que ha pintado. Bueno, quizá esto es otro error, porque no se “da un artista”, “se dio una obra”, y la obra son tres costureras y un Pikachú, así de simple, no importa que lo haya pintado un Picasso o un mero San Miguel. Si no pudieron ver la incongruencia kitsch y el pastiche de una composición polémica y meramente efectista, sencillamente se desentendieron del proceso y dejaron plena autonomía al autor. Porque en el mito romántico y metafísico eso se supone que es el arte: autonomía, libertad, genialidad, y, claro, posible dinero, mucho dinero.
En todo caso, no sirvió de mucho la intención, pero la obra puede funcionar como decorado. Coincido con Santamaría, me parece que San Miguel es un decorador. En definitiva, es un mural que no vale la pena y probablemente, en una ciudad de alta desigualdad, en la que la ciudadanía no confía en los políticos ni las instituciones, y en la que no se respeta el espacio público, el decorado de San Miguel sea devorado por otros artistas urbanos: los grafiteros.
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