
Se dicen muchas cosas sobre el Tratado de Libre Comercio (TLC) con China. Las posiciones extremas van desde aquellas previsiones catastróficas de que se vendrá como un auténtico tsunami y que va a arrasar con una buena parte de la industria nacional, hasta unas súper generosas de que este acuerdo será una panacea para todos nuestros problemas.
Antes de sacar conclusiones tan apresuradas, me parece que no hay que olvidar la experiencia de aquellas economías que han logrado sostener altas tasas de crecimiento por un período prolongado y en las que surge con claridad el protagonismo del comercio internacional; así como lo que nos dice los propios fundamentos de la teoría económica del comercio internacional, sobre las potenciales ganancias de este tipo de acuerdos, y particularmente, bajo cuáles condiciones dicho acuerdo podría ser beneficioso para el país.
En efecto, para un país pequeño que no puede afectar los precios de sus exportaciones e importaciones, lo óptimo ya es la apertura unilateral, y este tipo de acuerdos comerciales, más bien puede potencializar una situación todavía superior. Pero, el punto clave es qué se podría lograr, ya que la respuesta depende de las oportunidades que genere el acuerdo para efectivamente expandir el comercio, en vez de sólo desviar el comercio desde terceros países al país con el que se firma el acuerdo.
En este sentido, el gran beneficio es tener libre acceso de nuestras exportaciones a un mercado de 1400 millones de habitantes con un tremendo dinamismo económico, y que particularmente se concentraría en banano, camarón, cacao, vegetales, frutas y toda la industria alimenticia. Este mejor y más seguro acceso al mercado chino, a su vez promueve la inversión extranjera orientada a producir para ese mercado y la transferencia tecnológica.
Debe destacarse que las ganancias del acuerdo no provienen únicamente de esta ampliación de los tamaños de mercado para nuestras exportaciones, sino también del poder realizar importaciones a costos menores que la producción nacional en la que los grandes ganadores serán los consumidores, ya que permite una liberalización y mejor asignación de recursos hacia actividades donde tengamos ventajas comparativas. Resulta claro que no habría costos de desviación del comercio, en el sentido de que por la gran productividad de la industria china, este tratado más bien reduciría la desviación de comercio existente. Otro beneficio serían los mecanismos más técnicos de solución de controversias (dumping), que permitirán reducir la incidencia de las restricciones no arancelarias.
Las ganancias del acuerdo no provienen únicamente de esta ampliación de los tamaños de mercado para nuestras exportaciones, sino también del poder realizar importaciones a costos menores que la producción nacional en la que los grandes ganadores serán los consumidores.
No obstante de ello, debemos tener claro que no todo es color de rosa. No se puede desconocer que muchos sectores saldrán efectivamente perjudicados, para los cuales debe alcanzarse los tiempos máximos de desgravación arancelaria, apoyar su reconversión productiva a través de incentivos y ayuda a la capacitación y absorción de tecnología, y en casos puntuales, donde se justifique socialmente, hasta alguna ayuda asistencial. El acuerdo más que ser malo per se, solamente desnuda nuestras debilidades, que dependen de nuestros propios errores casa adentro.
Respecto a los potenciales perdedores del acuerdo, quién dijo que cuando se hace una inversión, no se corre el riesgo de reducirse o desaparecer para dar lugar a otra actividad contra la cual no se puede competir. O acaso los fabricantes de velas deberían haber obtenido un subsidio vitalicio o inclusive una regulación que impida la generación de luz eléctrica al no poder competir con ésta. De igual forma, quién dijo que nuestras empresas perdedoras, lo hacen por el acuerdo. No será simplemente por falta de competitividad internacional. De hecho, lo que estamos viendo hoy, no es más que la cosecha de una mala siembra hace 10, 20 y 30 años, en que nos equivocamos dirigiendo nuestras inversiones hacia actividades que nunca lo debíamos haber hecho, y ahora que nos abrimos a una economía recontra competitiva, nos damos cuenta que el modelo de protección nacional (devaluaciones y leyes de fomento industrial en su momento, aranceles, restricciones no arancelarias resultante de actividades de “lobby”, antes que por una visión de mercado, que generaban incentivos perversos y ventajas ficticias a favor de unos sectores, y en contra de otros, precisamente los de verdaderas ventajas competitivas). Además, quién dice que la desaparición de sectores desemplea recursos. Simplemente los libera para ser mejor aprovechados en otros sectores, aunque naturalmente esto toma su tiempo y tiene fuertes costos de reasignación.
Podemos concluir que, con el acuerdo, el país gana como un todo, pero el TLC no resolverá por arte de magia nuestros problemas, pues nuestro potencial de crecimiento depende de mantener los equilibrios económicos básicos y reglas del juego claras, de superar una serie de impedimentos estructurales y regulatorios al crecimiento: mercado laboral, regulaciones sectoriales inadecuadas en petróleo, telecomunicaciones y energía, falta de tecnología, contar con mercados flexibles y una buena red de protección social para facilitar el ajuste (que envuelve tanto la expansión de los sectores favorecidos como la contracción de aquellos que pierdan), y finalmente mejorar la calidad y la eficiencia del sector público (administración central, salud y educación pública).
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