
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Para los astrólogos, un alineamiento de los astros puede ser motivo de preocupación o de expectativa. Anuncia dichas o desdichas. Para los políticos, un alineamiento de varias crisis debería ser un motivo de espanto, porque únicamente presagia desgracias.
No sé si algún fenómeno astral esté interviniendo en el aciago destino de nuestro país. Lo único cierto es que, como nunca antes en nuestra historia, están confluyendo varias crisis en forma simultánea, cada una más peligrosa que la otra.
Empecemos con la crisis sanitaria, por ser la más temible. En efecto, no sabemos cuánto durará, cómo evolucionará ni qué debemos hacer para superar la pandemia. A diferencia de las demás crisis, esta nos tiene virtualmente inmovilizados. Solo atinamos a depositar nuestras esperanzas en el milagro de la vacuna. Sí, milagro. Porque tal como se presenta el panorama, será imposible cumplir con un plan de vacunación medianamente efectivo.
La pandemia, a su vez, ha acentuado una crisis social que ya venía asomando las narices. Medio millón de personas echadas al desempleo no son pelo de cochino. El incremento de la pobreza, de la inseguridad y de la angustia colectiva empieza a ser inmanejable. Un nuevo estallido social penderá como la espada de Damocles sobre el cuello de cualquier gobierno que venga.
En principio, la realización de un proceso electoral debería ser un acto estrictamente técnico: asegurar y verificar la voluntad del pueblo en las urnas. Sin embargo, se ha convertido en el centro de las disputas partidarias.
La crisis ética también alcanza proporciones bíblicas. No solo asistimos a un rosario interminable de escándalos de corrupción; hoy, la posibilidad de que conocidos corruptos lleguen a altos cargos en la administración pública no solo es real, sino inminente. Es más, hasta se dan el lujo de amenazar a todas las instituciones de control del Estado.
Si no fuera porque la liga está a punto de romperse, hablar de la crisis política sería como llover sobre mojado. La práctica de estirar ilimitadamente las irregularidades y la informalidad política está llegando al límite. El desencanto y el desinterés de la población –sobre todo de los jóvenes– frente al proceso electoral reflejan una peligrosa incongruencia entre las instituciones y los imaginarios colectivos. La frustración general es el ingrediente más propicio para el fascismo. La Historia es pródiga en ejemplos. Lo está confirmando la confrontación política en los Estados Unidos.
Y por si esto fuera poco, hoy se añade una crisis que, siendo transitoria y puntual, no deja de implicar serias amenazas para la democracia. Me refiero a la desconfianza en los organismos electorales y en el propio proceso electoral. Aunque esta crisis podría atribuírsele al sistema político, tiene su especificidad. En principio, la realización de un proceso electoral debería ser un acto estrictamente técnico: asegurar y verificar la voluntad del pueblo en las urnas. Sin embargo, se ha convertido en el centro de las disputas partidarias. La incertidumbre que se está generando puede terminar exacerbando la compleja crisis multidimensional que vive el país.
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