Nueve y media de la mañana. Ha dejado de llover, pero el frío persiste. Ella, sentada a la entrada de la tienda que queda en la esquina de nuestra casa, y en la que, para protegerse del coronavirus, la dueña ha colocado una reja metálica, desayuna. Pan, una coca cola —a la que agita para quitarle el exceso de gas antes de beber— y un cigarrillo es todo su desayuno.
Pese al frío y la dureza de su asiento, no parece sentirse incómoda. Expele el humo del cigarrillo frunciendo los labios, excesivamente coloreados de rojo, con un gesto que parece de placer.
Años atrás, en las calles del Centro Histórico, era frecuente verla ofreciendo a los transeúntes unos cuadros pintados por ella. “Soy artista”, era la fórmula con que iniciaba sus intentos de vender los cuadros. Luego, ante las muestras de indecisión y embarazo de los posibles compradores, “Mi mamacita está enferma, agregaba. Necesito la plata para curarle”.
En el Mercado Central se acerca a pedirnos dinero. Y cuando se aleja, refunfuñando enojada porque no tenemos sueltos, “era una tremenda”, dice la señora a la que le compramos las frutas “y véale ahora. Todo se paga en esta vida”. Luego, se persigna en señal de arrepentimiento por lo que ha dicho. “No es bueno hablar de la gente, añade, después eso se vuelve contra uno”.
Flaca, casi seca, aparenta tener unos setenta años y cuando asoma por nuestra calle da la impresión de estar siempre amanecida, chuchaqui. Lleva una bolsa negra de plástico en la mano izquierda y carga una mochila en la espalda. Ya no se le ve con pinturas bajo el brazo.
Ser, como somos, seres sociales, nos somete al juicio de los otros: a su aceptación o rechazo, y, con frecuencia, a la simple ignorancia: nos pasan por alto como a los detalles de un camino demasiado frecuentado
Hace unos meses, octubre probablemente, apareció por la casa llevando, colgado del cuello, un cartel de cartón con una leyenda escrita con marcador rojo. Gritaba algo de lo que solo alcancé a entender: “Vendo hijueputas. Vendo huevones…”. También en esa ocasión se acercó a la tienda y compró una botella de coca cola.
¡Coca cola y cigarrillo de desayuno! No va a durar mucho. ¿Seguirá pintando todavía? ¿Seguirá presentándose como artista? No lo sé. Lo único cierto es que había encontrado un camino. Pero, como les ha ocurrido a tantos otros en el mundo, no lo recorrió a satisfacción de los demás. Y de los demás dependen el éxito y el fracaso de cada uno, porque el éxito y el fracaso son categorías sociales: los puntos extremos de una regla con la que ellos —la sociedad, los otros, el sistema— miden nuestra importancia relativa para ellos.
Ser, como somos, seres sociales, nos somete al juicio de los otros: a su aceptación o rechazo, y, con frecuencia, a la simple ignorancia: nos pasan por alto como a los detalles de un camino demasiado frecuentado.
En las primeras semanas del confinamiento a causa de la pandemia de la Covid, el vecino de la “Camisería Valle” —hoy cerrada— se dedicó a aserrar y clavar todo lo que era aserrable y clavable en su casa. Ahora, domingo al mediodía, se dedica a dar vueltas por el patio: unas tres o cuatro vueltas solamente. Las mismas tres o cuatro de todas las mañanas.
Tal vez, como la pintora cuando pintaba cuadros, su caminata obedezca a un propósito preciso. Tal vez, como ya es mayor, esté tratando de mantener el corazón en buen estado y conjurar la muerte por un tiempo. Si es así, el vecino Valle no se engaña. Y a diferencia de los que, pintando, escribiendo o cantando, buscan, sin confesárselo a sí mismos, que la muerte, aturdida por los aplausos del público, pierda el paso y no los alcance, él lo hace con pleno conocimiento de causa, sin esperar nada de los demás. Su camino acabará donde acaba el camino de todos nosotros: el olvido de los demás y el olvido, ¡absoluto!, de nosotros mismos.
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