
Los cacos vieron que de pronto les surgía la competencia. Sus habilidades de carteristas, escaladores nocturnos, asaltantes del transporte urbano, estruchantes, sacapintas, desvalijadores en despoblado, secuestradores exprés, incluso de contrabandistas de alto bordo y traficantes de drogas, fueron superadas por las mañas de una casta rapaz enquistada en el Gobierno que hincaba el diente o, más propiamente, tascaba a dentelladas de manera hasta entonces inimaginada.
El robo de diademas, collares o sortijas; el paquetazo en media calle aprovechando la buena fe y la codicia de los viandantes, y la burundanga para vaciar la casa y la cuenta bancaria, quedaron eclipsados por esta competencia a todas luces desleal que dejó a los cacos en la desocupación y los condenó prácticamente al hambre y a la miseria. Estos sí eran ladrones de verdad, disfrazados de mandatarios y ministros: esquilmaban al pueblo miles de millones los dólares y, encima, se hacían aplaudi; cuando entraban a los salones, obligaban a que se tocara un himno coreado por los presentes, mientras proclamaban, rodeados de un halo fulgurante, que por fin había patria y que esta era de todos.
Conformaron una casta variopinta (vinieron de la guerrilla y de la empresa privada, de la izquierda, del centro y de la derecha, de la ecología y de la publicidad), que se unificó en el conciliábulo secreto de la rapiña. La acumulación del billetaje grasiento llegó a ser tan desproporcionada que dejó boquiabiertos a los truhanes de medio pelo y hasta a los ladrones de levita. Se consagraron, con pleno derecho, como los mayores corruptos de la historia.
A pesar de robo tan suculento, les faltó dinero y volaron la caja fuerte: se endeudaron para financiar mil “proyectos” que era donde estaba el botín. Lo rodearon todo de una cortina impenetrable; nada podía saberse de esas deudas. Extendieron el secreto no hasta que se acabase de negociar sino hasta que se acabase de pagar, fueran diez o veinte años de plazo. Todo tenía que ser secreto, inclusive, burla muy fina, los contratos que tenían cláusulas de transparencia. El comité de la deuda estaba constituido por el presidente, el presidente y el presidente. Y para que todo funcionara a la perfección, modificaron las leyes, los porcentajes, los límites, los mecanismos. Era tan alegre el festín, tanta la borrachera del poder, que ni siquiera guardaron un registro ordenado de los préstamos que contrataban, sus plazos y tasas y condiciones. Todo para que nadie metiera las narices donde no debía.
Pero llegó la ineluctable decadencia y, desahuciados a pesar suyo, algún rastro quedó en la cueva que ocupaban. Poco a poco se fue descubriendo cómo asaltaron las arcas fiscales, se les siguió el rastro y, desmontado pieza a pieza su ingenio delictivo, uno a uno fueron reducidos a prisión. El informe provisional de la Contraloría reveló estos desaguisados y tuvieron cinco días para contestar. El Viernes Santo concluye el plazo para la presentación del informe definitivo que se espera contenga cifras detalladas del endeudamiento sin control, feriándose los recursos de la Patria, entre francachela y sabatina, y, si es que no interviene otra vez el poder de esta casta rapaz, será el momento de que se señalen responsabilidades y pueda arrastrarse a los tribunales a la banda de asaltantes y a su jefe máximo.
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