
Docente de la Universidad Andina Simón Bolívar. Trabaja en Letras, género y traducción.
“La palabra en libertad es creación incesante, sea que se trate de la palabra poética o de la palabra del pensamiento reflexivo. Potencia a los individuos y a las colectividades”. En el 2013, Iván Carvajal ganó el Premio a las Libertades Juan Montalvo, de la Asociación Ecuatoriana de Editores de Periódicos (AEDEP), y este pasaje fue parte de su intervención entonces. Esta reflexión proviene de un filósofo, catedrático, ensayista y, sobre todo, poeta. La palabra poética nos preserva de la palabra denigrada por el poder.
En la semana que pasó, se realizó en Cuenca la duodécima edición del Encuentro de Literatura Alfonso Carrasco Vintimilla, que la Universidad de Cuenca lleva a cabo hace 36 años. Esta reunión, que lleva el nombre de otro catedrático, congrega periódicamente a la comunidad literaria del Ecuador y a sus huéspedes de fuera. Es el encuentro literario más permanente de este país, y esto tiene varias implicaciones. Quiere decir que la Universidad de Cuenca ha apostado, hace casi cuarenta años, por la reflexión sobre la realidad que se hace desde la palabra poética. Esto se debe a un proceso y a una voluntad sostenidos, a un diálogo permanente entre la comunidad universitaria, la sociedad civil y la comunidad literaria, a la capacidad de su comité para sostener un espacio de discusión. Este encuentro es un lugar para la reflexión en libertad desde aquello que la literatura le ofrece a la realidad para construir sentido.
La universidad ecuatoriana, hoy protagonista inusitada en la sociedad, se halla en medio de una reforma iniciada bajo términos dados por parte de las instituciones de educación superior del Estado. Dichas instituciones han delineado indicadores y evaluaciones bajo un discurso de excelencia que tendría como objetivo, se entendería, el desarrollo conjunto de la sociedad en que esta universidad se desenvuelve. De lo contrario, los procesos promovidos para alcanzar la “excelencia” resultarían disociados de su realidad.
Parte significativa del Encuentro Alfonso Carrasco Vintimilla fue reconocer la obra de Hernán Rodríguez Castelo. También se presentó un volumen con la suma de la obra crítica y literaria del pensador Alejandro Moreano, fundamental en la historia de la Escuela de Sociología de la Universidad Central y docente cardinal de la Universidad Andina. En este gesto de homenaje, la Universidad de Cuenca está reconociendo el pensamiento; los hondos vínculos entre la reflexión, la escritura y la enseñanza, tanto en el caso de Rodríguez como en el de Moreano; el espacio privilegiado de la literatura y la interlocución de largo aliento que tiene lugar entre quienes se dedican a la docencia y a la escritura y quienes deciden iniciar caminos similares dentro de la universidad o cerca de ella.
Hace unas semanas, Alexandra Kennedy Troya, también docente e investigadora de la Universidad de Cuenca, se adelantaba en esta reflexión fundamental sobre la universidad ecuatoriana actual y quienes la han levantado en estas décadas. Al referirse a su generación en relación con el presente de la reforma, Kennedy escribe: “No había sido suficiente 30 años de investigación y docencia (…) Un buen día por orden del Gobierno nos retiraron nuestros títulos doctorales retroactivamente; eran títulos mal habidos porque se habían emitido laxamente, sin considerar las políticas de obtención de dichos títulos a escala internacional. Era un ‘borre y va de nuevo’. De lo que se olvidaron estos jóvenes emprendedores es que ellos habían llegado a sus puestos de mando con base en nuestras propias luchas y aportes.” Parte de la reforma universitaria, irónicamente, parece hacer tábula rasa del trabajo de sus docentes, incluso de quienes han formado a quienes están a cargo de la reforma, en un paradójico giro que, penosamente, es parte del discurso global de la eficiencia entregado al presente y que parece necesitar muy poco de los procesos del pasado que continúan vivos hoy.
Alexandra Kennedy, Iván Carvajal, Alejandro Moreano, sus pares, merecen, por lo menos, ser reconocidos como profesores eméritos. Esto solo será posible si la reforma universitaria procede de manera reflexiva y enterada. Esto significaría que la labor de décadas de estos docentes sería reconocida, que su independencia de pensamiento y su integridad tendrían valor para quienes están llevando a cabo la reforma, como sí sabemos reconocerlo quienes nos hemos formado con ellos y con los pares de su generación. Significaría que existe una reforma más allá de la obediencia tecnocrática de los jóvenes funcionarios. Mi posibilidad de reflexionar no sería la misma sin esta interlocución privilegiada, y lo mismo podemos decir todos quienes hayamos tenido el privilegio de ir a la universidad en un país como Ecuador y hayamos encontrado a mentores como los que menciono en mi caso.
Todo esto se pone en movimiento cuando tiene lugar un encuentro como el de Cuenca. Sus estudiantes, por otro lado –lo mejor de este encuentro es que asisten muchos estudiantes secundarios y universitarios– tendrían que ser legitimados en su libertad de pensar críticamente, sin correr el riesgo de ser encarcelados en un país cuyo Estado afirma que quiere una mejor universidad para su población. Sin una población estudiantil viva, desobediente y crítica no hay universidad, y esos estudiantes no se pueden desarrollar libremente como tal si son amenazados por pensar y actuar con autonomía. Universidad, docencia, libertad, democracia, no pueden disociarse. “La literatura nos enseña esto: a ser insumisos”, dijo acertadamente Fernando Balseca en el discurso de clausura de la edición 2011 del encuentro en Cuenca.
Afortunadamente, espacios como el Alfonso Carrasco Vintimilla todavía existen y nos permiten pensar que otra universidad es posible porque es posible la palabra en libertad, la creación incesante.
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