
Sí, a las calles porque ha llegado el Uno de mayo y la tradición dice que es necesario que los trabajadores salgamos a las calles a festejarlo.
Más o menos, hasta hace una década, el día del trabajo marcaba casi un antes y un después. El antes tenía que ver con las tensiones laborales, la falta de puestos de trabajo: los obreros del país se unían para juntos realizar una vez más la gran proclama de los derechos no siempre respetados. El después: aunque no siempre muy evidente, luego de un uno de mayo, algo acontecía, el país no podía seguir siendo el mismo.
Antes existía la gran central de trabajadores y otras organizaciones más que no dudaban en unir las voces para que el país entero las escuche. Los dirigentes de los sindicatos se preparaban para denunciar los abusos, los maltratos, las eternas desigualdades. Eran los obreros de la patria perennemente maltratados por la madre-patria.
Entonces quizás, no se pensaba que la desigualdad era la única condición válida de existencia. La diferencia no es un defecto sino la condición de la vida diaria, del desarrollo, de la presencia en el mundo social, familiar, político, religioso. Somos diferentes. El uno de mayo no lanzaba proclamas en contra de las diferencias sino de las injusticias.
Las innumerables pancartas hablaban de unión y de reinvindicación de los derechos laborales. El pueblo unido jamás será vencido. El trabajo como derecho inalienable. El trabajo como la condición indispensable de vida. El trabajo digno sea cual fuese. El trabajo que honra porque hace sujetos, familias, instituciones, fábricas. El trabajo que hace la patria.
Porque no hay patria sin trabajadores. Antes aparecían en la escena fundamentalmente los obreros, los de la hoz y el matillo. El campo, la fábrica, la construcción. Poco a poco nos fuimos anexando todos sin importar el campo de nuestra acción laboral.
Los primeros en engrosar las filas fueron los maestros porque ciertamente cimentaban el edificio del país. Los maestros de la escuela, los del abecedario, de la suma y la resta. Los maestros de la secundaria, los del álgebra de Baldor. Los maestros universitarios tardaron en dejar las aceras de los fisgones para unirse a la marcha, lo hicieron cuando pensaron no en el título sino en el trabajo arduo, complejo de profesionalizar al país. Todos somos obreros.
El inmenso y complejo mundo laboral se dividió y se subdividió para formar bandos opuestos y hasta contradictorios. Incluso en mayo uno, los trabajadores del país hacían públicas las reales e imaginarias diferencias políticas. Chinos y cabezones, blancos, rojos y negros, del sur y del norte. Y el uno de mayo servía supuestamente para evidenciar las reales e imaginarias diferencias ideológicas. No se reparó en que las disputas, las oposiciones, los bandos estaban ahí para dar cuenta que se habían dividido para beneficio de otros. Divide y reinarás.
Los bandos estaban absolutamente convencidos de que sus diferencias surgían de profundas reflexiones teóricas, políticas, ideológicas. Cuando se dieron cuenta, quizás demasiado tarde, se habían devorado los unos a los otros. Quizás habían colocado en el banquillo al principio mismo de asociación. Tal vez hubo platos de lentejas que tentaron a dirigentes que los prefirieron frente a la lealtad. Fatal autofagia.
Nuevamente llega el uno de mayo que no puede vivirse desde las añoranzas que no sirven para nada. Un mayo nuevo que exige la reunificación de todos los trabajadores, no bajo ninguna otra consigna que no sea la defensa de los derechos laborales, del seguro social, de la libertad para protestar, para exigir y demandar.
Todos somos trabajadores, todos somos obreros en el sentido más estricto del término pues formamos parte del mundo del hacer, del construir, del idear y producir. El trabajo nos iguala, en especial cuando pensamos más allá de los prejuicios sociales. Igual trabaja el obrero de la construcción que el policía, el maestro que el ministro y el presidente de la República. Todos por igual construimos el país y cada uno de nosotros es indispensable en el lugar en el que se desempeña.
El uno de mayo también nos cuestiona y nos enfrenta, nos permite ver las costuras de nuestro sistema social, político, económico. Enfrentamos los discursos del poder con las realidades sociales que hacen la vida cotidiana. Enfrentamos los megarelatos del poder con la cotidianidad de la existencia que no se alimenta de discursos sino de canastas familiares que no se llenan en el supermercado de las fantasías sino en el de la realidad.
Enfrentamos el tema de la posesión de la verdad por parte de unos y la necesidad de las negociaciones antes de tomar medidas quizás extremas por parte de todos. El riesgo del poder es que dialogue maravillosamente pero consigo mismo. Cuando los poderes se saben débiles, suelen tornarse tautológicos: como Narciso, se miran a sí mismos en los espejos y conversan con el eco de su voz. Entonces se fortalecen en la repetición del coro de sus propias imágenes.
El uno de mayo podría servir para romper nuestras propias tautologías para mirar el país más allá de nuestras narices y descubrir de otra manera los serios problemas con los que cohabita. Quizás también podríamos reparar en que existen mil formas de complicidad de las que, quizás inconscientemente, nos hemos apropiado para hacer del engaño un estilo de vida personal.
El uno de mayo demanda presencias físicas, discursos y proclamas. Exige que corramos los velos con los que tapamos nuestras faltas de sentido, de fortaleza y de compromiso con la verdad y la vida.
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