
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Si no fuera por las peligrosas implicaciones que tiene, el primer, único y último programa de La Posta XXX podría servir como un interesante insumo para el debate sobre varios temas. Libertad de expresión, ética periodística, tolerancia, mensajes subliminales, profesionalismo, respeto a la diferencia, linchamiento en redes sociales… A partir del escándalo suscitado habría mucha y muy variada tela por cortar.
Lamentablemente, la disputa alrededor del asunto se ha visto arrastrada al cenagoso terreno de la ideologización, con lo cual, al final, se termina sacrificando el debate más profundo y responsable sobre el ejercicio del periodismo.
En efecto, Vivanco y Boscán han encontrado defensores o detractores más en función de su orientación política que de su desempeño. El relativismo en el que han caído varios comunicadores, periodistas y hasta analistas políticos llega a ser fastidioso. Se les extravió la vara.
Empecemos por aquellos que tienen una clara y frontal postura de derecha. La benevolencia con la que han tratado a los dos personajes no se compadece con los argumentos que sostuvieron durante la década de cuestionamiento a las políticas fascistoides del correato en materia de comunicación. Se les fue la mano, incurrieron en un humor burdo, está bien que se hayan disculpado, exageraron un poco, son algunos de los comentarios con los que se quiere edulcorar un hecho de violencia simbólica indigerible. Por la mitad de lo que hicieron Vivanco y Boscán habrían hecho astillas de cualquier periodista de izquierda.
Es difícil pensar que Vivanco y Boscán cometieron un exabrupto de novatos. Al contario, proyectaron la imagen de haber ejecutado un hecho premeditado, una fase ascendente en su estilo confrontativo. Calcularon mal y se estrellaron.
¿Qué dicen ahora respecto de los discursos de odio con los que el primer gobierno de Alianza PAIS sazonaba la violación sistemática de los derechos humanos? ¿Y de las injurias hipócritamente disimuladas, como cuando el expresidente Correa le mandó a Emilio Palacios a la casa de la verga frente a un auditorio de estudiantes, y luego añadió, ladinamente, que se refería únicamente al palo mayor del barco? Ahora resulta que cabrón es un calificativo que debe ser tomado zoológicamente, no como un insulto. Y que no debería armarse tanta alharaca por un exceso que es parte del periodismo incisivo y mordaz.
La incitación a la violencia es un delito; hacerlo desde un espacio público constituye un agravante; y hacerlo en contra del representante de un grupo social históricamente segregado y dominado es todavía más grave. Que ahora quieran analizar los hechos con otro rasero desdice de la objetividad con la que han pretendido defender el derecho a una comunicación responsable. Porque es difícil pensar que Vivanco y Boscán cometieron un exabrupto de novatos. Al contrario, proyectaron la imagen de haber ejecutado un hecho premeditado, una fase ascendente en su estilo confrontativo. Calcularon mal y se estrellaron.
Los correístas obtusos, en cambio, no solo perdieron la vara, sino la decencia. Abanderarse del derecho a la honra de los indígenas luego de una década de haberlos agraviado y perseguido es demasiado. Es dudar no solo de nuestra inteligencia, sino de algo más simple: de nuestra capacidad básica para recordar. No merecen más comentarios.
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