
Por cierto, no seríamos los eternos pedigüeños de ayuda internacional si no estuviésemos construidos desde y con la corrupción. Además, parecería que ya hemos perdido la capacidad incluso de avergonzarnos e incluso de conmovernos ante las cifras de millones de dólares con los que unos cuantos se han enriquecido robando al país, robándonos a cada uno de nosotros. Y esos grandes ladrones viven en paz: se divierten, se pasean por el continente. Incluso algunos dan conferencias sobre política y honorabilidad por las que reciben pingües honorarios. Mañana estarán en los altares.
De alguna manera, la corrupción se ha convertido en una suerte de virtud, de un don particular del que se hallan investidos ciertos personales. Afirmar que alguien se fue con el santo y la limosna de los fondos de ahorro de los policías, es casi como contar un cuento de hadas. Todos quedamos boquiabiertos ante semejante hazaña. ¿Cómo fue posible que alguien, a vista y paciencia de las respectivas autoridades y filtros de control, se lleve el santo y la limosna sin que nadie se dé cuenta y lo denuncie?
Por cierto, no vale la pena hacerse esas preguntas y menos todavía escandalizase por la facilidad con la que desaparecen los fondos de los jubilados. Son millones que pasaron por las barbas de las autoridades. Pero el sistema es ciego, sordo y mudo para esas estrategias corruptas que deben ser así, magistralmente realizadas. De lo contrario, serían inservibles.
No se halla exenta de cierta audacia la afirmación de que, desde su inicio en la historia mítica de la humanidad, el poder se halla ligado íntimamente a la corrupción que no consiste tan solo en robar sin, primero y ante todo, en mentir y engañar, en falsificar la verdad. Porque tan solo cuando la verdad ha sido falsificada y prostituida, entonces es posible la corrupción en todas sus formas y dimensiones.
No se halla exenta de cierta audacia la afirmación de que, desde su inicio en la historia mítica de la humanidad, el poder se halla ligado íntimamente a la corrupción que no consiste tan solo en robar sin, primero y ante todo, en mentir y engañar, en falsificar la verdad.
Políticos sustancialmente mentirosos: aquellos que llenan su boca con palabras de honorabilidad y que, sin embargo y al mismo tiempo, no cesan de robar y engañar. Los santos de manos limpias y corazones ardientes que, tras bastidores, ordenan el asesinato de opositores y el asalto a los bienes públicos.
Desde luego, parecería que es mucho más fácil decir la verdad y actuar honorablemente. Pero en la práctica se ve que no es así. Al contrario, desde los inicios del mito, a la verdad le cuesta expresarse en la sencillez de su propia presencia. Por ello debe vestirse con artificios que la oculten y la disfracen.
Parecería, desde el mito, que mentir es el mejor de los recursos con los que cuenta, no solo el poder, sino cada sujeto para que se produzca el flujo de las relaciones interpersonales. En el mito, Yahvé mintiendo descaradamente a la pareja original. Como si el poder no consistiese sino en la capacidad de administrar el engaño.
La política se ha convertido en el escenario privilegiado para la pertinaz mentira. Por ende, si alguien, desde allí, se propusiese hablar la verdad, automáticamente se colocaría en un más allá de toda intelección. En ese momento se produciría un imposible quiebre epistémico.
Por otra parte, parecería que nos hemos acostumbrado de tal manera a la política del engaño que el discurso de verdad termina asustándonos y hasta escandalizándonos. Si alguien, desde el poder, enuncia una verdadera verdad, ya no se le cree.
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