
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
En un artículo publicado a inicios de la pandemia del coronavirus, allá por marzo de 2020, el célebre pensador Yuval Noah Harari advirtió sobre el riesgo que enfrenta la humanidad debido a la adopción de medios de vigilancia biométrica masiva, un recurso que posibilitará el control de nuestras vidas desde los gobiernos o desde las gigantescas corporaciones transnacionales que operan a lo largo y ancho del planeta. La tecnología está tan disponible como los afanes totalitarios de las élites globales.
No se trata de ciencia ficción. El impresionante desarrollo de sensores ubicuos y de algoritmos para el reconocimiento facial facilitan la detección precisa e individualizada de millones de personas. Durante la pandemia, en China aplicaron un sistema que permitió a las autoridades detectar a las personas infectadas. Un sensor de temperatura corporal activaba las alarmas.
La mayor amenaza de estos sistemas de vigilancia es la transición desde el control sanitario hacia la biovigilancia. De los síntomas de una enfermedad será muy sencillo pasar a la detección de las emociones, gustos o preferencias, algo que ya ocurre con ciertas aplicaciones informáticas. Un simple gesto frente a un estímulo servirá para conocer las simpatías políticas de una persona.
Justificaciones sobran. Hoy, el tema de la pandemia ha sido el acicate para acelerar todos los inventos e instrumentos de vigilancia posibles. Mañana será cualquier conducta social considerada peligrosa. Todo dependerá del nivel de autoritarismo del poder de turno.
Por eso, no es casual que el Municipio de Guayaquil haya tomado la decisión de instalar 15.000 sofisticadas cámaras de videovigilancia con el argumento de combatir la delincuencia en las calles. Estas cámaras permitirán, entre otras linduras, hacer reconocimiento facial y detectar huellas de calor de las personas.
La ecuación política que reivindican los socialcristianos: a mayores problemas sociales, mayor autoritarismo. Las causas de la violencia estructural son tan incómodas para las élites porteñas que es preferible disimularlas bajo el manto de la eficiencia policial y tecnológica.
Al margen del costo de la iniciativa, y del jugoso negocio que representa para los proveedores de equipos y tecnología, esta decisión refrenda con claridad meridiana la ecuación política que reivindican los socialcristianos: a mayores problemas sociales, mayor autoritarismo. Las causas de la violencia estructural son tan incómodas para las élites porteñas que es preferible disimularlas bajo el manto de la eficiencia policial y tecnológica.
Que Guayaquil es una de las ciudades más inequitativas del continente no constituye ninguna novedad. Un estudio de Patricia Sánchez y Giannina Zamora sobre el Covid-19 (Guayaquil: la ficción de un éxito) demostró que la mayoría de las muertes ocurridas durante la catástrofe sanitaria de marzo, abril y mayo de 2020 se debió a la terrible marginalidad geográfica del puerto principal. Las zonas sin servicios pusieron la mayor cantidad de muertos y contagiados.
Poco importa que el modelo exitoso de ciudad, que durante 25 años vendieron los socialcristianos, se haya revelado como una estafa. Lo importante es apuntalar el poder con una vigilancia totalitaria de los miles de excluidos que han dejado las administraciones locales.
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