
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
Pocos episodios evidencian tan claramente aquel aserto: la violencia genera violencia. Un grupo de estudiantes, varios de ellos adolescentes, madres de familia, padres de familia, profesores y seguramente miles de otras personas protagonizaron una manifestación con piedras, golpes e insultos para defender los palazos que un profesor propinó a algunos de sus estudiantes en sus glúteos. Los padres de familia entrevistados por un canal de televisión aseguraron estar de acuerdo con tal intimidación; corrección la llamaron. Los alumnos declararon al maltratador como su segundo padre y este profesor, en alarde de influencia, llamó a la calma y a detener la gresca.
Entre los gritos se escucharon ofensas a la prensa, por divulgar, y críticas a las autoridades educativas por investigar y, ojalá, sancionar esta barbarie. Porque es una barbarie no solo del profesor el propinar un castigo físico a niños y jóvenes, sino que ellos mismos, sus víctimas y sus padres, lo enaltezcan, defiendan y aplaudan como si ser violentados se volviera algo positivo.
Frente a esta protección del maltrato y del ejercicio del poder es casi un corolario que en las aulas se perpetren el abuso y el acoso sexual de supuestos maestros a sus estudiantes. Y que los planteles educativos sean el espacio fértil para toda clase de actos de despotismo entre pares. Si en unos casos la violencia es resguardada, deseada y aclamada, como lo aseguraron a gritos aquellos manifestantes, es casi un sinsentido no esperar que otras expresiones de ella fructifiquen en el ámbito educativo. Aporrear es un ejercicio de poder; acosar, descalificar, toquetear también lo son.
¿Qué ha generado esta situación? Resulta fácil afirmar que diez años de hostigamiento cotidiano acostumbraron a los ecuatorianos de todo edad a que consideren natural la violencia en sus manifestaciones físicas, verbales, sicológicas y simbólicas. Seguramente la existencia y permanencia de un régimen autoritario y aupado por el voto popular dejó una huella muy profunda. Pero no toda la responsabilidad puede ser colocada en el correísmo. La aceptación y hasta el disfrute del maltrato correísta por algunos de sus seguidores y simpatizantes muestra que la tolerancia al ultraje era algo muy enraizado desde sus inicios.
Antes de la revolución ciudadana existió el MPD, el Movimiento Popular Democrático, ahora llamado Unidad Popular. Sus militantes eran quienes controlaban los gremios estudiantiles y de los docentes y quienes dañaron la otrora excelente educación fiscal. Las universidades bajo su control fueron escenarios donde los garroteros impusieron su presencia y su mediocridad. Por ello reitero en que la violencia en el sistema educativo no la inició Correa. Antes de él ya había un germen de aceptación y de glorificación de ella en nuestra sociedad. Y este es un problema estructural, tan grave como el desempleo, el déficit fiscal, el sobreendeudamiento o la crisis en los precios de las materias primas. Es un problema estructural aún más delicado, por ser social y por ser humano. Exaltar la violencia implica enajenar todo atisbo de ética y de respeto al otro. Equivale a cosificar a la víctima con su asentimiento. ¿Cabe mayor dominación?
Si en la escuela y en la familia la violencia es alabada no debería sorprendernos que estos mismos sean los escenarios más propicios para que tantos niños, jóvenes y mujeres sea atacados, violentados, ultrajados, violados y asesinados. ¿Por qué nos sorprendemos, entonces?
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