La existencia social y personal es la ruleta del tiempo que no cesa de moverse. Es un ir y venir que no se detiene. El vaivén inapelable de la vida y de la muerte. Es la historia que debe ser vivida para ser luego narrada. Hace más de diez años, de pronto, casi como si hubiese salido de la nada, Rafael Correa inició su vida política. Apareció como una construcción realizada por un grupo que buscaba una salida a un destino social y político fatal que se había adherido al cuerpo del país como atroz y criminal ventosa.
Eran los tiempos en los que, el rato menos pensado, nos encontrábamos lanzados a las calles a pedir, a demandar, a exigir que el presidente de turno deje la presidencia, haga sus maletas y se vaya lo más lejos posible. Que se vaya para que nadie aspire los malos aires de la corrupción, de los discursos fofos, de las promesas de salvación que terminaron convertidas en pase libre al perverso y maléfico mundo de la corrupción.
Y desfilaron los presidentes defenestrados como parte de una película que el país se ha negado a mirar y realizar el necesario e inevitable cine fórum. Es decir, fueron arrojados por la ventana del palacio de gobierno, del edificio de la democracia, del edificio de la sensatez. Se los arrojó como a cualquier cosa. No reparamos en que, en cada uno de esos presidentes defenestrados, se iba también una parte importante del ser del país, de su historia, una parte irrecuperable del cuerpo de la democracia. La prueba está que no lo hemos conseguido en estos diez años.
La inmensa mayoría de ese pueblo que empujaba las alidas nunca reparó que, en buena medida era vilmente manipulada por las fuerzas de líderes ocultos que lo único que deseaban era pescar en río revuelto. Mientras el pueblo celebraba embriagado de libertad las decapitaciones de la democracia, otros inmediatamente se encargaban de sacar todo el provecho posible de ese cuerpo feamente herido del país político, social, económico. En esos años, el país fue vilmente manipulado por fantasmas de carne y hueso, con nombre y apellido que utilizaron muy bien las inconformidades sociales en su provecho. ¿Deberíamos olvidar que a la legítima sucesora de Bucaram la mandaron a casa para que una corrupción sea legalmente sustituida por otra peor que muy probablemente no habría acontecido con esa mujer, vicepresidenta democráticamente elegida?
Cada uno de esos presidentes aherrojados al ostracismo civil y político nos representaba a todos y a cada uno de nosotros. Nosotros que los elegimos, nosotros que democráticamente dimos un voto y los llevamos al poder. No eran, pues, dictadores, como los de antes. Eran nuestros presidentes a quienes alegremente y en medio de escenas orgiásticas los arrojábamos a la basura de la nada política. Y los sustituíamos por otros iguales o peores que los defenestrados. Nunca quisimos darnos cuenta de la pantomima de nuestro ingente esfuerzo por sacar del poder presidencial a un corrupto para sustituirlo por otro peor.
En ese entonces, se feriaban el poder y la democracia en el baratillo de las cosas usadas. No es necesario recordar a ese presidente del Congreso colocándose él mismo por los méritos de su gran cinismo y de la inconmensurable impunidad social la banda presidencial que debía haber ido, lógica, legal y éticamente, a la vicepresidenta en funciones.
Ahora terminan diez largos años de un mandato presidencial que estuvo destinado a la recreación de una democracia real y jurídica basada en la reinstauración de la libertad y de la honradez. Una democracia que, supuestamente, se proponía sepultar diez metros bajo tierra todo tipo de corrupción, desde la lingüística hasta la monetaria, desde la judicial hasta la política y educativa.
Un mandatario que, sin embargo, rápidamente se apoderó de todos los poderes del Estado y muy en particular del judicial. Posiblemente sea este el aspecto que más daño ha ocasionado al país. Porque cuando la justicia no es independiente del poder, corrompe su razón de ser, su lógica y su ética. Si la justicia no surge de y no funciona desde la absoluta independencia del poder, sencillamente deja de ser justicia. Cuando el presidente Correa “metió la mano “ en la justicia, se enfermaron de muerte las libertades y los destinos éticos del quehacer político y del social.
¿Se ha dado el país con la piedra en los dientes? La historia lo dirá. Pero cabe tener presente que, al poco tiempo, el nuevo gobierno que prometió la reinstauración de la verdadera democracia, rápidamente se apoderó de todos los poderes del Estado, como nunca antes había acontecido en un gobierno democrático. Desde entonces, por ejemplo, no se ha dado cuenta alguna de todo lo gastado e invertido en cada una de las obras durante esta década. Como si el gobierno se hubiese olvidado de que todos los centavos gastados por el gobierno pertenecen al país, al pueblo, a todos por igual. ¿Por qué ese silencio? El tema de la corrupción no podrá ser eludido por su sucesor. Se va el presidente Correa cuando hay listados de funcionarios beneficiados con la corrupción internacional.
La palabra del otro fue a parar en la mazmorra de toda clase de condenas, desde las verbales y éticas, hasta las reales y económicas. El presidente Correa encarceló a la libertad de expresión e incluso la condujo al cadalso.
¿Recobraremos ahora la auténtica democracia? O a lo mejor nos convendría a todos volver a La vida es sueño de Calderón de la Barca.
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